Efecto Chile en el sistema de la política argentina
Por Jorge Raventos
A su manera, la elección presidencial chilena del último domingo empieza a ejercer influencia en el escenario argentino. El triunfo de José Antonio Kast, jefe del partido Republicano y candidato de una coalición que algunos definen como “pinochetista” y otros como “trumpista” (por el expresidente de Estados Unidos Donald Trump), al consagrar el éxito de una derecha “intensa”, estimula en Argentina a los sectores que, dentro y fuera de la coalición Juntos por el Cambio, proponen, en el trayecto a los comicios de 2023, la afirmación de una línea política análoga, francamente enfrentada a los principales pilares del peronismo (la organización sindical y los movimientos sociales) y al peso estratégico del Estado.
Para corrientes como las que encarnan Javier Milei y José Luis Espert esa es una movida casi obvia, que está en su naturaleza. El primero se apresuró a felicitar a Kast por su triunfo y el chileno le agradeció de inmediato al “querido Javier Milei”.
El asunto requiere un trámite más enredado en el seno de Juntos por el Cambio. De las fuerzas de la coalición opositora es muy difícil que el radicalismo se sienta cómodo si se lo asocia con lo que Kast representa y algo parecido podría decirse del partido que conduce Elisa Carrió. Ni siquiera la fuerza que orienta Ricardo López Murphy, más allá de las coincidencias en materia de ideas económicas con los ganadores de la elección chilena admitiría demasiadas coincidencias con la línea que Kast expresa.
En cambio, en el seno del Pro lo que el triunfo del chileno ha disparado es un robustecimiento de sus halcones, lo que implica una mayor tensión con la postura moderada que auspicia el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Frente a la reconocida ambición de Larreta de ser candidato a presidente dentro de dos años, Mauricio Macri advirtió: “Está bueno que muchos curas quieran ser papas, pero sepan que van a tener que competir”. Macri insinuaba así que él mismo podría ser uno de los competidores. En cualquier caso, lo que él quiere es imponer una línea firme: “no hay más lugar para el gradualismo”. Mientras Larreta trabaja para -en caso de ser candidato y ganar en 2023- contar con un apoyo amplio (“setenta por ciento”) que incluye al peronismo (él no piensa en Cristina Kirchner, claro), Macri conjetura que “en 2023 vamos a llegar con la conciencia del desastre que significan las ideas populistas, anacrónicas (…) vamos a llegar con más poder (…) hay que programar reformas de fondo para ejecutar desde el primer día”.
La experiencia de la elección chilena mostró el debilitamiento de las fuerzas moderadas, el hundimiento político del centro (centroderecha y centroizquierda) y la vigorización de las opciones extremas, tanto a derecha como a izquierda. El segundo puesto (y la opción al balotaje) lo consiguió el candidato neoizquierdista Gabriel Boric, sostenido por una panoplia que incluye a comunistas, anarquistas, ambientalistas, indigenistas y distintas tribus de identidad progresista, muchas de ellas simpatizantes de la acción directa.
La moraleja que extraen los halcones del Pro es que optar por políticas moderadas y predispuestas a una negociación con sectores del sistema peronista implica un error que no solo puede equivaler a una derrota, sino a perder la confianza de su base más intensa en la que, según ellos, descansa la vitalidad y la continuidad de su fuerza.
La divergencia no es menor: Larreta considera que la moderación y la predisposición al diálogo y a la ampliación de las alianzas no sólo es indispensable para competir con mayores posibilidades y, llegado el caso, gobernar con una sustentación más sólida, sino que esa actitud también garantiza una convivencia más apacible en el seno de la coalición. Para él, la intransigencia hacia afuera tarde o temprano se convierte en rigidez e intolerancia hacia adentro, y eso puede ser letal en un frente político tan heterogéneo en el que, además, abundan las legítimas ambiciones y no hay liderazgos consolidados.
En el capítulo “legítimas ambiciones” hay que anotar las candidaturas presidenciales en potencia (al menos cuatro de la UCR -Alfredo Cornejo, Facundo Manes, Martín Lousteau, Gerardo Morales. Y otras cuatro del Pro: Larreta, Macri, María Eugenia Vidal y Patricia Bullrich) y un numeroso lote de “aspirantes a obispos” (es decir, a gobernadores), para decirlo en términos de Macri, que en la provincia de Buenos Aires no son menos de cinco.
Por el momento esa tensión está contenida por una doble circunstancia: todos los actores son concientes de que sus chances dependen de mantener la unidad del espacio y, además, la hora de las definiciones está relativamente lejana. Empezará a aproximarse en la segunda mitad de 2022. Sin embargo, ya que toda estrategia lúcida supone adelantarse a los acontecimientos, lo que pueda ocurrir a partir de entonces forma parte ya mismo de todos los cálculos, y cada opción apunta desde ahora a llegar con el mejor posicionamiento y la mayor fuerza a los momentos decisivos.
En esa dialéctica también interviene lo que ocurre en la vereda de enfrente. El Frente de Todos consiguió su triunfo de 2019 apostando a una unidad que subordinaba sus diferencias internas a la posibilidad de ganar. Logró este objetivo, pero la victoria no determinó ni el fin de las contradicciones ni una formulación superadora y eficaz.
Ahora, la derrota en las PASO y el resultado de las elecciones de medio término es lo que está impulsando cambios, desplegando de otro modo las divergencias y exigiendo definiciones. Puede ocurrir que las fuerzas centrífugas que trabajan en una coalición, también se hagan sentir en la otra. Una eventual quiebra en la unidad oficialista podría suscitar un movimiento en espejo del otro lado (y viceversa). La presión numérica de la unidad adversaria impulsa la unidad propia (y con ella, el enmascaramiento y la contención de las discrepancias).
Aunque no lo parezca, incluso cuando se comporta deficientemente, la política funciona como un sistema.