Una década de estanflación y volatilidad
Por Francisco Barberis Bosch y Juan M. Fernández Albe
Este año se cumple una década desde la última vez que la economía argentina creció durante dos años consecutivos. Luego del bienio 2010-2011 hemos tenido, en el mejor de los casos, un año de crecimiento alternado con uno de recesión.
Esta dinámica se verificó entre 2012 y 2017 inclusive, abarcando un gobierno entero y la primera mitad de otro, de signos políticos opuestos. La segunda dinámica, en la que aún estamos, abarca de 2018 a la actualidad, y acumula tres años consecutivos de contracción, con una incipiente recuperación este año. Si bien 2020 estuvo signado por la pandemia, vale recordar que el último antecedente de tres años de caída económica continua fue la recesión iniciada en 1998, que culminó en la crisis de 2001.
Estas son las magnitudes de la más reciente década perdida argentina, que se enmarca en un estancamiento de casi medio siglo: hoy tenemos aproximadamente el mismo PBI per cápita que en 1974, punto máximo del modelo de industrialización por sustitución de importaciones.
Un comportamiento tan errático atenta contra el crecimiento y el desarrollo, y explica buena parte de la fragilidad económica y social actual. Diagnosticar correctamente las causas de este estancamiento puede echar luz sobre la dinámica actual y las disyuntivas de política económica.
Como puede verse en la figura, entre 2002 y 2011 hubo altas tasas de crecimiento económico. Los fundamentos macroeconómicos de esta expansión acelerada fueron los otrora famosos “superávit gemelos” -es decir, resultados positivos tanto para el fisco como para la diferencia entre exportaciones e importaciones- y un “dólar alto” o competitivo. Este Tipo de Cambio Real competitivo y estable conformaba un incentivo para exportar y un desincentivo para importar, manteniendo positivo el saldo de cuenta corriente y por lo tanto, permitiendo que el Banco Central acumulara dólares genuinos en sus reservas. Eso permitía evitar presiones continuas para devaluar, lo cual sumado a un resultado fiscal positivo permitió mantener la inflación baja -en niveles cercanos a un dígito- hasta 2006 inclusive, resguardando la competitividad del dólar. Esta retroalimentación positiva entre variables marcó un estilo de crecimiento rápido, con grandes caídas del desempleo y mejoras en la pobreza y desigualdad.
Sin embargo, los “pilares” de ese modo de crecimiento se van perdiendo progresivamente entre 2007 y 2011, año de instauración del “cepo” cambiario ante la continua pérdida de reservas. Como puede verse en el gráfico, el superávit fiscal se convierte en déficit en 2009, para combatir la recesión global, pero a partir de ese momento ese saldo negativo no para de crecer, perdiendo su carácter contracíclico. Desde 2007 en adelante va disminuyendo también sin freno la competitividad del dólar, de la mano de una inflación creciente, y esa caída es reflejada casi en espejo por la tendencia también decreciente del saldo externo (el área sombreada verde), que prácticamente desaparece hacía 2013, para luego volverse negativo.
El abaratamiento artificial del dólar, en sus épocas más graves llegó a niveles prácticamente iguales que a fines de los años noventa, y sus efectos fueron similares. Solo entre 2008 y 2017, la cantidad de empresas exportadoras se redujo en un 28%. En nuestra ciudad tuvimos muchos ejemplos, desde el puerto hasta el parque industrial, de empresas ahogadas por costos crecientes en pesos e ingresos planchados en dólares, ya que al vender al exterior es casi imposible subir los precios; simplemente se pierden los mercados, y los compradores eligen proveedores que puedan mantener tanto precios como el suministro estable. Esto se traduce directamente en pérdida de puestos de trabajo, precarización y empobrecimiento de las familias.
Luego de ese quiebre en que se pierden los fundamentos macroeconómicos, entre 2012 y 2015 los años de crecimiento apenas compensan los de recesión, con el consecuente estancamiento de las mejoras sociales, ya que la recesión destruye empleos y la inflación, ingresos. De hecho, hacia 2011 la tasa de desempleo se ameseta, y luego comienza una leve tendencia ascendente. Durante esos años, la falta de divisas fue “administrada” con un cepo cada vez más endurecido, que frenaba la producción interna (incluso para exportaciones) ante la imposibilidad de importar los insumos necesarios. Aún así, las reservas del Banco Central continuaron su caída.
El gobierno siguiente apostó a suplir esa falta de dólares con endeudamiento externo y entrada de capitales financieros de corto plazo. Esto incrementó las reservas internacionales de forma precaria y temporal, y provocó su caída a gran escala poco después, con la salida masiva de fondos de inversión desde abril de 2018. La crisis cambiaria así generada nos acompaña hasta hoy, pero con problemas que se acumulan: el estancamiento del producto se transformó en recesión, la inflación promedio subió desde el 25-30% anual hasta el nivel del 50% y las reservas netas son las más bajas en muchos años, al igual que la calificación crediticia.
Los caminos alternativos ya han sido recorridos en repetidas ocasiones. No hay soluciones mágicas ni inmediatas para problemas complejos, pero sí es posible volver a una senda de crecimiento que nos permita recuperarnos y mejorar la situación social. El escenario mundial plantea un contexto relativamente favorable, en parte similar al de los primeros años post crisis de 2001, con precios altos para nuestros “commodities” y financiamiento internacional abundante y barato.
No se trata de llegar a un equilibrio en un solo ámbito, sino de volver a encauzar las principales variables macroeconómicas en senderos mutuamente consistentes, para recrear una dinámica donde se retroalimenten positivamente en lugar de socavarse acumulativamente, como sucede hace una década. Si se rompen esos círculos viciosos, es posible -e indispensable- volver a crecer, mejorando gradualmente el resultado fiscal, manteniendo un tipo de cambio real competitivo y estable para dar previsibilidad a nuestras muchas empresas con potencial exportador, disminuyendo de a poco la inflación y así mejorando los salarios reales, el empleo y las condiciones de vida. Ese es el camino que la mayoría de los países vecinos han recorrido durante al menos los últimos 20 a 30 años, cada uno con sus particularidades, y que Argentina no ha logrado sostener más allá de algunos pocos años.
Lo primero que se requiere en una situación como la actual, de recesión -la recuperación de este año aún nos deja por debajo de la pre-pandemia- con inflación y fragilidad cambiaria, es un plan de estabilización. No hay decisiones de inversión ni planificación significativa a mediano plazo sin una mínima certidumbre sobre el futuro, como tampoco cuando la única constante es la inestabilidad. Lo segundo, en paralelo, es delinear el rumbo de la macroeconomía en una trayectoria sustentable, si bien gradual. Este segundo punto parece haberse comenzado a recorrer este año, con las proyecciones para 2021 incorporadas al gráfico mostrando algunas mejorías e inclusive cambios de tendencia.
Aún restan muchos obstáculos, pero si llegara a mantenerse esta incipiente tendencia y se cumplieran las proyecciones de las principales consultoras, el año próximo podríamos llegar a ver, por primera vez en una década, el segundo año consecutivo de crecimiento económico. Si bien el camino es largo, es esperable que la situación social acompañe esta recuperación, de la mano de más empleo y, progresivamente, mejores salarios.
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