PASO versus ausentismo y los cambios postelectorales que se cocinan
Ex presidente Mauricio Macri.
Por Jor
Mauricio Macri puso un poco de pimienta política a una campaña electoral que viene transitando por denuncias judiciales, escándalos recocinados y búsquedas lingüísticas destinadas a interesar al evasivo voto juvenil.
En Córdoba, su provincia preferida, Macri pintó su utopía poselectoral: “Si una mayoría de los argentinos decimos basta, eso va a generar una recuperación de la esperanza. Va a haber como un respirar, un aire nuevo el lunes diciendo bueno, cambien o se van a ir, ¿no?”.
Cada cual atiende su juego
El expresidente hablaba en un distrito donde el antikirchnerismo es muy mayoritario y en el que amenaza fijar su residencia, quizás porque su liderazgo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha sido relativizado por el crecimiento de la figura de Horacio Rodríguez Larreta. Su bravata fue calculada, porque contaba con acreditarse una buena recepción inclusive más allá de su propia coalición y también con que el oficialismo iba a morder el anzuelo y expandiría el efecto de eses dichos con sus previsibles reacciones. En esto acertó: medio elenco kirchnerista, incluyendo al jefe de gabinete Santiago Cafiero, cañoneó a Macri, lo acusó de golpista y hasta amenazó con llevarlo a la Justicia por esas declaraciones.
Sergio Massa, el presidente de la Cámara de Diputados, eligió otro tono: “Nosotros estamos acostumbrados a poner la otra mejilla, por eso llamamos a que después de la elección haya cinco políticas de Estado, se sienten en la mesa como una oposición seria y responsable para darles a nuestras pymes, al estudio de nuestros jóvenes y a los argentinos que necesitan un proceso de desarrollo, políticas de mediano y largo plazo”. Cada cual atiende su juego.
Apatía y desconfianza
El próximo domingo tendrán lugar las elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias. Si bien los oráculos demoscópicos se muestran dispares en materia de resultados, en un punto convergen: lo que ha crecido es el desinterés y la apatía de los ciudadanos en relación con estos comicios, por lo que es muy plausible que decaiga significativamente la participación electoral y que ese fenómeno se extienda a las generales de noviembre.
De hecho, las citas electorales provinciales ocurridas en lo que va del año mostraron un marcado incremento del ausentismo. En la reciente elección de Corrientes, donde el gobernador radical Gustavo Valdés apabulló al Frente de Todos y consiguió su reelección con el 76,76 por ciento de los votos emitidos, sólo sufragó el 65 por ciento de los inscriptos.
Antes de eso, el 15 de agosto, en Salta sólo habían votado 6 de cada 10 empadronados, lo que representa un 14 por ciento menos de presentismo que en las elecciones de 2017. Mermas análogas o superiores se verificaron en Jujuy (27 de junio, donde votó el 70 por ciento del padrón, un 14 por ciento menos que en las legislativas provinciales de 2017) y en Misiones (2 de junio: aquí votó el 60 por ciento de los inscriptos, un 25 por ciento menos que en 2017).
Algunos atribuyen el desapego electoral a la incidencia de la pandemia y al retraso en la vacunación, que estimulan una actitud de cautela y precaución en los ciudadanos, sobre todo en los que se sienten más expuestos.
El hecho de que el ausentismo registrado en Misiones en junio sea 1 punto más alto que el del domingo último en Corrientes podría indicar que, al haber mejorado en estos tres meses el alcance de la campaña vacunatoria, el presentismo mejoró un poco. En cualquier caso, esos datos también parecerían probar que la vacuna (o, más bien su ausencia) y la pandemia no son los motivos principales del desinterés.
En paralelo con la preocupación por la peste, sus cepas y las amenazas de contagio, los estudios de opinión pública registran un creciente pesimismo social, una visión oscura sobre el futuro: poco más de 2 de cada 10 encuestados confían en que el año próximo la situación va a estar mejor. El resto la imagina igual de mala que la actual, o inclusive peor.
Más allá de la grieta
La mirada sobre el futuro trasciende, en parte, el habitual encasillamiento de la grieta. O, si se quiere, los pronósticos negativos no parecen ser monopolio de votantes automáticamente opositores, sino de un arco más amplio, que sin duda incluye a parte de lo que ha sido (y hasta puede seguir siendo) electorado oficialista.
Ese sentimiento infausto que se transforma en escepticismo y apatía está alimentado por una realidad oscura (parate económico, ingresos encogidos, epidemia sin fin a la vista) y también por la impotencia que revela el sistema político: había estancamiento con un gobierno, una elección lo cambió para entronizar otro, de signo contrario, y el estancamiento sigue, la pobreza aumentó, el futuro se estrechó y muchos de los más jóvenes empiezan a observar que, aunque pandemia hay en todo el mundo, en algunos (otros) sitios también puede haber futuro.
En ese contexto el descalabro de la autoridad presidencial provoca un aumento de la incertidumbre. Alberto Fernández fue, dos años atrás, una diagonal que el peronismo encontró para conseguir una unidad que le permitiera llegar al gobierno, evitando la candidatura presidencial de Cristina Kirchner, que no garantizaba la unidad ni la victoria, algo que ella misma comprendió con lucidez.
Lo que parecía una solución se ha convertido en un problema. La evaporación de la autoridad presidencial de Fernández -un caso ejemplar de complicidad de la víctima-, sumada al hecho de que quien se sienta en el banco de suplentes como vicepresidente sea ella, potencia el desasosiego, extiende la sensación de que, como escribió un distinguido analista, “no hay plan B”.
Vértigo y realismo
La articulación de vértigo, instantaneidad y presente perpetuo que han introducido la tecnología y la información combinadas produce fenómenos insólitos: por ejemplo, una fiesta de cumpleaños ocurrida meses atrás se actualiza todos los días alimentada tanto por los invitados como por quienes la censuran. Los escándalos imponen miradas de cortísimo plazo y velan fenómenos importantes que, de ser observados, ayudarían a modificar las perspectivas desalentadoras y a alimentar la esperanza.
La Argentina tiene a mano instrumentos para crecer: tiene, para empezar, capacidad competitiva en el rubro agroindustrial. “La Argentina tiene la oportunidad histórica de alargar las cadenas de valor y transformar los granos en productos más diversificados, las carnes de todo tipo y también otros productos de la bioeconomía, pero esas inversiones están retrasadas”, decía a La Nación, Gustavo Grobocopatel, un líder empresarial de vanguardia. Y agregaba: “yo creo que la coyuntura y los problemas cotidianos de la Argentina no nos permiten poner esos temas dentro del debate”.
La Argentina tiene además Vaca Muerta, tiene sus formidables reservas minerales (entre otras, de litio), tiene sus recursos turísticos, la capacidad de sus científicos y tecnólogos.
No tiene, y este es el problema central, conducción política. No tiene un sistema político adecuado, apoyado sobre acuerdos básicos que puedan ser continuados cualquiera sea la administración a cargo.
No tiene esto, pero empiezan a observarse signos que lo anuncian. Una semana atrás, hablando para el Consejo de las Américas, portavoces de las principales fuerzas (Horacio Rodríguez Larreta; Sergio Massa, por ejemplo) proclamaron su convicción de que es necesario acordar sobre algunos puntos básicos. Hay, por lo demás, signos que no se observan pero se pueden intuir. Hay un tejido de búsqueda de acuerdos que involucra a sectores empresariales, gremiales y movimientos sociales.
La coyuntura electoral, al acentuar la necesidad de la competencia, posterga o eclipsa esos otros trabajos. Pero no es un secreto que la elección en sí misma solo permitirá algunos cambios de personal en un sistema que está atascado (y el comicio, que no producirá cambios sustanciales en las relaciones de fuerza, no conseguirá por sí mismo destrabarlo). Por eso proliferan rumores sobre modificaciones de la situación determinadas por la necesidad política. Adecuar el poder a la realidad no precisa de golpes, sino de acuerdos.
La urdimbre acuerdista encontrará su hora cuando la realidad imponga la urgencia de soluciones efectivas.
Y las soluciones probablemente requerirán cambios de personal no limitados al Poder Legislativo.
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