Durante su conformación, las naciones modernas se apoyaron en relatos fundacionales de corte épico – histórico. En muchos países, como la República Argentina, las virtudes cívicas se superpusieron con las militares. La experiencia bélica funcionó como pedagogía identitaria y ciudadana. El deber de todo ciudadano es armarse en defensa de la patria y, llegado el caso, dar la vida por ella. A cambio, ingresa al Panteón de los héroes nacionales: sus conciudadanos recuerdan su nombre, lo honran en un aniversario, renuevan el compromiso. El caído en combate es un santo laico.
Ese repertorio simbólico entró en crisis en el siglo XX, el “siglo de las catástrofes”. Las guerras se pelearon a escala industrial. La masividad de las muertes llegó acompañada de la multiplicación de la capacidad de destrucción: los desaparecidos se contaron por cientos de miles. Surgió una nueva figura retórica: la del “soldado desconocido”.
Los muertos perdían su identidad para pasar a recibir una denominación genérica que explicaba, de algún modo, la ausencia. Es una imagen que permite reparar la ausencia con un apelativo que ampara la falta de historia individual, el arrasamiento de la ausencia del cuerpo y de la tumba.
Esta forma moderna de matar y morir en dos elementos esenciales de la cultura humana, consagrados como derechos de manera reciente: el derecho al duelo y a la identidad. Saber acerca del lugar final donde yacen nuestros seres queridos y las circunstancias de su muerte son esenciales para elaborar la pérdida. Todos los muertos tienen historia hasta el momento último de su existencia. Y siguen teniéndola después: pero ahora son los vivos los que hablan por ellos. Esos relatos sobre los idos, muchas veces, son objeto de disputas políticas.
La guerra de Malvinas, en 1982, está atravesada profundamente por todas estas cuestiones. En el cementerio de guerra argentino en Darwin yacen 123 compatriotas sin identificar, bajo el nombre de “Soldado Argentino sólo conocido por Dios”. Que muchos soldados tengan identidad desconocida es una consecuencia lógica de la guerra: pierden sus identificaciones, o no las tienen encima, se confunden registros. Muchos de los argentinos fueron enterrados inicialmente en fosas comunes, y luego llevados a su actual lugar de reposo. La Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas es la que se hizo cargo de la construcción del actual cementerio y de su mantenimiento. Pero los primeros en disponer de esas tumbas fueron los vencedores británicos.
Los avances en los estudios genéticos de ADN, que sirvieron para la identificación de decenas de víctimas de la dictadura militar, abren la posibilidad de identificar correctamente a nuestros soldados muertos en la guerra. El Equipo Argentino de Antropología Forense, reconocido en todo el mundo por su profesionalismo y profundo compromiso con el dolor de los deudos de las víctimas, dispone de la capacidad y la tecnología para hacer el trabajo de cotejo con las muestras de sangre de los familiares que quieren tener información más precisa sobre el destino de sus hijos y hermanos. Hace poco, una comisión de la Cruz Roja Internacional visitó las islas, para establecer los requerimientos necesarios para realizar la tarea de una forma correcta y dentro del marco humanitario. Es importante señalar esto porque quienes se oponen a la medida argumentan que el objetivo de los británicos es el regreso de los restos al Continente. Sostienen que basta con saber que son soldados muertos en nombre de la patria, y que yacen en suelo argentino. Se repiten, de alguna manera, las discusiones que a mediados de la década de 1980 impugnaban las identificaciones de los desaparecidos. En esa caso, era suficiente la idea de que eran hijos de todos, y víctimas del terrorismo de Estado.
Los muertos en Malvinas tenían una historia hasta el momento en el que murieron en nombre de todos. Lo que fueron y lo que podrían haber sido los 123 NN argentinos en Malvinas merece el esfuerzo de la identificación, sobre todo para un país como la Argentina, que eligió ajustar cuentas con el pasado a través de la justicia y la verdad.
(*): Director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur e investigador del CONICET.
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