Cuento: Yo también estoy en la foto
Por José Luis Cao
Me gustaría que, aunque les produzca un poco de desasosiego me pudieran reconocer. Les doy algunas pistas: a veces de jeans azules y desgastados, en otras con un saco de lino blanco o con bermudas; vistiendo camisas coloridas y remangadas acompañadas de calzado con mocasines al tono.
Suelo aparecer preferentemente en los soleados días del verano, y en forma más aislada en el resto del año. Pero siempre de una manera u otra me las arreglo para estar presente, ya sea de cuerpo entero o mostrando como al descuido una mano, un pie o n fragmento de mi cuerpo al pasar.
Asomando la cabeza, en otras un pie, un brazo, una mano, o un par de dedos. Frecuentemente un perfil que se insinúa y muchas veces simplemente una sombra que se achica o se agiganta de acuerdo a la posición del sol.
En ocasiones se me distingue por lo que llevo en la mano: un diario local, un ramo de fresias, o un paraguas para conjurar los imprevisibles nubarrones del clima marítimo.
Claro, aparezco tan disimulado que si no les confiara mi secreto tal vez jamás me descubrirían. Lo que si es cierto es que nunca me van a ubicar en el centro de la imagen. Siempre algo desplazado hacia la izquierda, la derecha, o lo que es más frecuente atrás en la lejanía como apurándome un poco, como queriendo ingresar al cuadro antes del disparo.
Para mí nunca hay un primer plano, como si estuviera condenado para siempre a ocupar un lugar periférico en la vida de los otros. Sin embargo y a pesar de todo y sin ser tan conocido por todo el mundo me siento orgulloso de estar presente en muchos hogares.
Me van encontrar oculto entre las páginas de un álbum familiar dispuesto a la escrutadora mirada de los nietos, o descollando sobre la mesa de la cómoda del dormitorio en el interior de un retrato de marco dorado.
Otra pista: aparezco frecuentemente al lado de los lobos marinos de piedra teniendo de fondo una hilera de carpas rayadas y el mar más lejos confundido con el cielo en la evasiva línea del horizonte.
En otras ocasiones estoy dándole la espalda al edificio del Casino, o caminando por la Rambla perdido entre la muchedumbre. Sí, aunque no lo puedan creer ese hombre maduro que aparece como telón de fondo de innumerables fotos sacadas por los turistas visitantes de Mar del Plata soy yo.
De frente, de perfil, de atrás, quieto o caminando suelo aparecer en las fotos como un elemento más del paisaje, como si estuviera colocado al descuido en ese preciso lugar por el escenógrafo que sigue las instrucciones del director de una escena teatral.
Sin embargo, a pesar de mi presencia casi constante, mi actuación no resulta fruto de ensayos meticulosos como la de los propios retratados, que sí se hallan obligados frente al fotógrafo improvisado a presentar una apariencia de espontaneidad.
Bueno eso es una forma de decir ya que para cada toma se deben acomodar la ropa, peinar, esconder los objetos que transportan y pegarse lo más posible al cuerpo del pariente o amigo supuestamente querido. Luego de un tiempo de pose y a pedido del aficionado que maneja la máquina deben mirar fijamente la cámara esbozando una sonrisa forzada, mientras pronuncian a coro la inaudible formula de la palabra whisky (cheese para los de habla inglesa).
De ese modo los turistas pretenden que las fotos de las vacaciones felices lleguen a ser tan perpetuas como la piedra de la que están hechos los lobos marinos que unen la rambla con el mar.
La imagen resiste el paso del tiempo, y congela para el futuro el momento de felicidad vivida o fingida del presente. Ella me liga para siempre a las pretensiones idílicas de los retratados como un testigo obligado o un pariente involuntario.
Soy una especie de comparsa, de claque, de extra de una película que no podría tener su costado épico si no hubiera gente anónima que acompañe a los héroes como anónima masa homogénea.
En realidad, soy como un actor de reparto, que, si bien no fue contratado, igual figura entre los miembros del elenco. Si, aunque no fui dispuesto por nadie formo parte del ejército de personajes que aparecen en todas las fotos de viaje.
Me incluyo entre los miles de paseantes de todas las edades que se ubican estratégicamente sentados en los bares de la plaza San Marcos de Venecia, atravesando rápidamente las cebras de las esquinas de las calles de New York, o dándole de comer maíz a las palomas en la Plaza de Mayo de Buenos Aires.
Mi presencia como la de tantos otros seres neblinosos habita indistintamente los álbumes de fotos de viajes de egresados, de parejas de enamorados, o de participantes a un Congreso de Odontología que se dicta en Mar del Plata.
Lo curioso es que sin moverme de mi ciudad natal suelo estar en casi todos los hogares argentinos y ocasionalmente en algún lugar de Japón, España o Brasil.
Gracias a la maravilla de la tecnología poseo el don de la ubicuidad, perteneciendo al numeroso grupo humano que acompaña a los turistas en sus viajes de regreso. Como si fuera un souvenir, un fantasma lejano, impreciso, o borroso que se halla fuera de foco.
A veces indoloramente mutilado, otras sonriente de oreja a oreja, suelo ser rescatado de mi intangible presencia por la lente de una lupa enfocada alrededor del personaje principal.
Al igual que el mar, el monumento histórico, o la montaña formo parte ineludible del paisaje. Como el gondolero veneciano, la gitana sevillana o el portero caracterizado de gaucho de un restaurant porteño de lujo soy el típico marplatense que acompaña la presencia turística. Mi atuendo no consiste tanto en una vestimenta especial sino en una piel bronceada de todo el año que contrasta con la blancura del recién llegado.
Gracias a mi presencia secundaria el personaje retratado se destaca tornándose principal. Soy tan necesario como las coristas de un teatro de revistas cuya abigarrada masa uniforme pone de relieve el brillo de la emplumada vedette.
Como los pobres que con sus harapientos ropajes hacen sentir bien vestidos a los ricos, como los contrahechos bufones medievales que tornaban hermosos a los reyes. Como los fans que rodean a los artistas, que con sus empujones y gritos los reafirman famosos. Como la masa de hinchas que vivan a los deportistas en cada presentación.
Ambos, protagonistas y extras formamos parte de un par dialéctico amalgamado. Unos desplegándose en el foco de la escena, los otros ubicados en el fondo de la misma. Ambos sabemos que somos indispensables para constituir un todo que dote de sentido el registro de una época y nos rescate del olvido.
Somos camaradas inseparables de un Destino que arma una escena que nos trasciende. Que sería de los recuerdos de viaje sin la fantasmática presencia de los seres que, como yo, sólo somos revelados por la magia de la fotografía.
Últimamente nos encontramos retratados más cerca del protagonista ya que está de moda sacarse selfies con los celulares propio lo que me permite esbozar cierta familiaridad adosado al que desea registrar su paso por la ciudad atlántica sin necesidad de otros conocidos que lo acompañen, pero si del extraño que reafirma su viaje y que a partir de entonces viaja por la red instantáneamente para servir a esa presentación indispensable a las redes. Ahora sí que soy muy conocido y aunque anónimo estoy en las fotos para garantizar que formo parte inseparable de las míticas figuras de piedra que inauguran la entrada al mar para los cientos de paseantes que vienen por primera vez a conocer sus playas.