El apuro por tener paciencia
Cuánto hay que buscar para encontrar la famosa voz propia. En el arte, según parece, los que esperan tienen recompensa. El caso de Creciente y su estilo propio: El mareo.
por Agustín Marangoni
La paciencia se entrena, el tiempo enseña a esperar, pero la paciencia no es cualquier espera, es una espera en calma. La filosofía se puede definir como el ejercicio de pensar mucho tiempo en la misma cosa. Sin paciencia no habría filosofía, en el apuro no se piensa bien. Y probablemente tampoco habría creatividad. En un mundo colapsado de proyectos y novedades es imposible conseguir una idea sólida sin un trabajo previo minucioso.
En el arte, la paciencia es una herramienta central, ninguna gran obra fue hecha a las apuradas. Miguel Ángel estuvo cuatro años acostado en un andamio para pintar la Sixtina, Antonio Berni se equivocó doscientas veces hasta que logró la serie Juanito Laguna, Miles Davis grabó más de cincuenta discos para decir algo nuevo en el jazz. En fin. Cualquier artista que resuelve con maestría una obra tuvo que dedicar largas horas a cultivar su oficio.
Aunque parece obvia su importancia, la paciencia es una virtud en baja. La cultura de la inmediatez y la tendencia al multitasking [hacer más de una cosa al mismo tiempo] achican la posibilidad de entrenar la paciencia. Dicen los que saben –psicólogos y demás expertos– que es un asunto central a discutir en la sociedad contemporánea, porque está en juego el aprendizaje y el desarrollo de las ideas.
El músico y compositor Leopoldo Juanes, integrante de Creciente, tuvo la idea titánica, en 2003, de crear un género musical propio de la Costa Atlántica. No podía concebir que el resto del país tuviera sus ritmos característicos mientras que el mar, sector turístico por excelencia, no estuviera identificado con ninguno. Entonces se detuvo a escuchar. Prestó atención a los susurros de las olas y a sus movimientos, hasta que encontró una célula rítmica propia: un compás que copia la intermitencia del oleaje. Desde ahí comenzó un camino estético que incorpora –explica él mismo– a sus afectos, a su familia, a la geografía, a la cultura y a los cambios silenciosos de la ciudad. El mareo –así tituló al nuevo estilo– daba sus primeros pasos.
Probó y tachó incontables veces para alcanzar un resultado que lo conmoviera. En los primeros conciertos hubo quienes le dijeron que el trabajo tenía similitudes con la obra de Piazzolla. Entonces borró y volvió a empezar. El bandoneón entró y salió tres veces de la banda, hasta que quedó definitivamente afuera. Su búsqueda era un ritmo nuevo, una invención. Cuando creyó que había llegado a un lugar interesante grabó un demo y salió en busca de una opinión autorizada. Fue una noche de otoño, en la puerta del Teatro Auditorium, cuando le dio en mano al Chango Spasiuk una carta y un disco con esos compases trabajados en la guitarra. Quince días después, el Chango lo llamó por teléfono a su casa. Hablaron casi media hora.
-¿Escuchaste lo que te di?
– Lo que hacés está muy bueno, pero hay que buscarle más desarrollo, está liso. No te preocupes tanto, ya tenés demasiada carga con respecto a la idea. Tenés un ritmo de mar. Seguí trabajando.
A partir de esa devolución, Leopoldo se esmeró para que el nuevo estilo estuviera tocado siempre con su movimiento característico, lo cual requería una trabajo grupal intensivo en la búsqueda de la célula común.
Diez años después del primer destello
que devino en ideas
que devino en trabajo
en errores y aciertos
Leopoldo Juanes le encontró el pulso propio a El mareo.
Fue cuestión de dejarlo sonar, de darle tiempo.
– ¿Cómo sabés que una composición está terminada?
– La composición es como si se cerrara sola, se redondea y no mueve más para ningún lado. Después, musicalmente, el arreglo, que es como una post producción de la composición, no tiene fin. Las posibilidades de orquestación, el desarrollo de las ideas iniciales, la manera de vestir la pieza, son infinitas. Arreglar es sentarse horas y trabajar como un artesano.
– ¿Cómo te das cuenta cuando una composición no mueve más?
– Hay una sensación de unidad. Como si esos hechos que transcurren en el tiempo formaran un bloque atemporal. Un forma de percibirlo es como cuando uno mira una partitura, da el primer golpe de vista a toda la pieza y tiene una imagen de la totalidad.
– ¿Pensás para componer?
– No. Para mí componer es simplemente escuchar eso que suena todo el tiempo, pero nuestra mente no da espacio para que le prestemos atención. Cuando lo hacemos, cuando se detiene el ronroneo, aparece una composición.
– ¿Sos paciente?
– Me gusta alcanzar los objetivos estéticos lo antes posible. Pero espero que cada palabra llegue a su tiempo. No las apuro jamás.
El apuro y la paciencia son conceptos enemigos. Uno inconducente, no sólo para el arte. El otro más profundo y complejo, casi un arma letal para el sistema. Contra todo argumento razonable, el apuro es el claro vencedor en estos tiempos.
Cuando me detengo a pensar por qué, encuentro, entre otras, respuestas conspirativas, bastante estúpidas, como la posibilidad de que la sobreabundancia de propuestas y contenidos haya desatado una batalla por adueñarse del tiempo ajeno. Y en esa batalla, despertar el interés de otro es la conquista fundamental.
Entonces me pregunto quiénes y cómo hacen uso de nuestro tiempo. Será que nos entretienen a la fuerza y no nos dejan pisar el freno, ni siquiera para escuchar cómo suena el lugar donde vivimos. Por fortuna existe Creciente.
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