Casineros: el jugador iracundo, las peñas y los billetes atados con hilo
Hay un casino de estos tiempos y otro que ya se perdió. Aquellos viejos empleados de casinos vuelven sobre sus historias, sus relatos, su anécdotas.
Por Fernando del Rio | Twitter: @Ferdelrio22
Humo de tabaco en eterno sobrevuelo y el claqueteo nervioso de mentiras plásticas que indefectiblemente cambiarán de manos. Croupier con cuello asegurado a moño negro, paño de ruleta invadido por suertes y deseos. O apostadores en descenso hacia los infiernos después de una breve excursión por cielos ajenos. Escenas de un casino de Mar del Plata añorado y nostálgico que solo se resguardan en el arcón de recuerdos de quienes protagonizaron épocas irrecuperables.
Francisco “Pancho” Fiorentino, Oscar Arocena, Alfredo “Chiri” Chirizola y Osvaldo “Negro” Villegas, todos ellos de más de 70 años, atesoran en su memoria las vivencias de uno de los oficios más icónicos de Mar del Plata. Cuando los tiempos eran otros tiempos y la bohemia de un trabajo vocacional no había sido aún suprimida por la transitoriedad y la “industrialización” del juego.
“Todo cambió. En una época ser casinero era tener un estatus social porque el Casino en sí era otra cosa, era un furor, y también porque cada casinero era casi como un gerente de un banco. Se cobraba muy bien, era muy difícil ingresar… después todo cambió y hoy es muy distinto“, señala Fiorentino, quien debutó en el año 1971 en una mesa de ruleta y se retiró en 2009 en cargos superiores.
“El casino era un antro donde iba gente viciosa. Pero era un mundo hermoso. También iba gente como paseo, la mujer iba y se ponía las mejores pilchas y alhajas, te podías encontrar con jueces que se iban a jugar la guita ahí, policías, políticos, actores”, señala Chirizola y da la pauta de que el espectáculo estaba en cada mesa, en toda la sala.
Francisco “Pancho” Fiorentino siempre estuvo en ruleta.
El mito del tiro exacto
Si algo necesita el jugador es fe y la fe está hecha de creencias populares, la gran mayoría de ellas aferradas solo a la necesidad de que sean ciertas. Para el apostador, suponer que un crupier puede lanzar la bola premeditadamente a un sector del cilindro es una ilusión que ninguna evidencia estadística puede derrumbar.
“El cilindro gira para un lado, la bola se tira a para el otro. En contrabola. Ahí ya es imposible imaginar en qué momento la bola cae. Pero además después están los azares, que son los pequeños obstáculos contra los que va a chocar la bola. Y después el rebote hasta encajar en un número. Los cilindros se fabricaban ahí en Independencia y San Lorenzo, armaban todo con una precisión milimétrica para que girara sobre una punta de diamante balanceada hasta el infinito”, explica Fiorentino.
Pero la fe se construye de suertes y nada la tuerce. “Una vez me pasó en el casino de Paraná -dice “Pancho” Fiorentino- que teníamos un cliente que era buenísimo. El tipo era matarife y jugaba muy buena plata y era muy propinero. Una noche me muestra que le quedaban un par de plaquitas ocre y me dice: ‘Me tenés que salvar’. El jugaba al 4 y entonces me pregunta qué jugar. Yo obviamente, por decirle algo, le dije que jugara el 4, por supuesto. Pero fue como decirle que iba a bajar una estrella del cielo. Cualquier cosa. Bueno, cuatro bolas seguidas salió el 4. Festejaba como loco. Durante varios meses más no volvió a ganar el tipo. Le saqué toda la que había ganado esa noche”.
“Había gente que seguía a cierto jefe, uno de ellos de apellido Allende, a ese lo seguía la gente. Era todo un personaje. Gritaba mucho, y cuando cantaba la bola, era un show. La gente quería jugar en su mesa. Creían que él sabía el número que iba a salir pero la ruleta tiene azares donde golpea la bola y sale para cualquier lado”, agrega “Chiri”.
Chirizola cuenta como si fuera hoy su ingreso al casino. “El 6 de enero de 1969 entré después de haber hecho una academia en el año 68, con certificado de 3° año secundario. Fueron 7 meses levantando fichas. Cuando me confirmaron me fui a la tienda Los Gallegos y me compré una camisa que fuera muy lavable. Porque era la única que iba poder comprar hasta empezar a cobrar”, dice. Empezó en ruleta pero casi de inmediato pasó a carteado. “Siempre me gustó el manejo de las cartas y trabajé 43 años hasta retirarme en 2011”, agrega.
“Trabajar en la sala especial era otro nivel. No iba cualquiera y se le llamaba la ‘Supernacar’, porque supuestamente las fichas llegaron a ser de nácar. Y ahí estaban todos: los Sofovich con la mujer y el hijo, el señor Molina de la bicicletería de Funes y Libertad, Olmedo, mucha gente que jugaba fuerte, el representante de Cinzano…”, dice Chirizola.
Alfredo “Chiri” Chirizola, casinero de la generación de oro.
El “Negro” Villegas cuenta lo que pocos pueden imaginar en estos tiempos: “En aquella primera época, la gente jugaba con billetes todavía lo que creaba grandes complicaciones porque cuando salía un número el pagador debía ser muy cuidadoso para limpiar el paño. Entonces algunos vivos decían que esos billetes les pertenecían. Bueno ahí había apostadores que se anotaban los números de serie ante la posibilidad de que alguno de estos que siempre había se quisiera quedar con la apuesta. Otros le ponían hilos de colores y hacía como un moñito con el billete”.
De esos conflictos surgían habilidades. Los casineros de ruleta tenían la destreza de la memoria. “No olvidemos que la misión del pagador, ayudante y jefe era mirar todo eso -dice Villegas-, y se va haciendo una práctica de memoria, y eso hizo que cuando se agregó el fichero los que integraban la mesa sabían perfectamente qué punto jugaba cada color y qué apuesta ponía”.
En 1972 se inicia en el Casino de Paso de los Libres la modalidad de las fichas en reemplazo definitivo de los billetes y se transparentó gran parte de las acciones en las mesas. “Con este sistema se sabía la misma noche, en un casino, cuánto ganaba y perdía, cuánto se hacía de propina. Antes los billetes se colocaban en un sambuyo, que era una caja cuadrada, rectangular se tiraban los billetes y con un palito se empujaba para adentro. Después en un área llamada Recuento, en una mesa de tapa de vidrio, se contaban los billetes”, describe Villegas.
Osvaldo “Negro” Villegas, con su infaltable acordeón.
El descanso y las leoneras
“Ningún trabajo te permitía trabajar 40 minutos y descansar 1 hora. El casino era una maravilla por la camaradería. Llegamos a ser más de 3 mil empleados. En las peñas, que funcionaban en los descansos, se podía jugar al ajedrez, tocar la guitarra, estudiar, estaban los ciclistas, los golfistas, los automovilistas…”, acota Arocena desde la emoción que surge del recuerdo.
La entrada y salida de empleados era por el Boulevard Marítimo y por allí se llegaba a un lugar muy amplio donde estaba el descanso. Un inagotable buffet y, allá por los 70, las “leoneras”. Eran como grandes puestos, algunos separados con malla metálica donde se agrupaban empleados por afinidades. Se las conocía como “peñas” y algunas fueron míticas. A solo una de ellas se le había permitido ocupar un lugar más apartado y protegido de los ruidos, la peña Los Juglares.
“Teníamos esa peña que era muy especial porque había músicos, escritores, poetas -señala con orgullo Villegas-. Bajábamos corriendo después del turno para ir a tocar la guitarra. De ahí salió el grupo Los Vallistos y también surgió la idea del Festival del Día del Niño que terminó siendo algo muy importante durante más de diez años. Tuvo una gran repercusión y habla de la cultura que había en el Casino”. Villegas, ejecutante del acordeón, fue director artístico del recordado festival.
Chirizola integraba la peña El Fortín que reunía a muchos aficionados al ciclismo. “Vos entrabas como ayudante y el que te llevaba era el pagador a integrarte con los demás. En ese subsuelo había de todo. Peñas de gente que coincidía en hobbies, en gustos y después se crearon subcomisiones de todo: caza y tiro, ciclismo, golf, aire libre”, rememora.
El jugador, esa singularidad
La inestabilidad emocional de ciertos jugadores proporcionó en más de una ocasión inconvenientes de dimensiones como el que rememora Fiorentino. “Me pasó a mí. Hubo una discusión, no recuerdo bien por qué pero tenía que ver con la postura, y todo terminó con el punto barriendo las fichas del paño a manotazos. Ese día cobró hasta el lechero porque todos reclamaban y hubo que pagarles. Después llegó el sistema de cámaras que fue una solución ya que recurrías a la grabación ante un problema. Llevaban al punto a Vigilancia y si se veía que el tipo mentía, se lo echaba”.
Arocena dice que en su época (“tal vez eso no cambió tanto ahora”) el casinero tenía que ser un poco el psicólogo. “El jugador tiene estado de ánimo, juega con la plata de él o con la de otro, no se sabe. Y como nosotros vivíamos de la propina, teníamos que saber manejar bien toda esa cuestión. Había todo tipo de jugador. El tranquilo, el nervioso o el prepotente agresivo, como Jacobo Winograd. El tipo entraba gritando la marcha peronista y quería jugar solo en una mesa. Como no se le permitía eso, quería que nadie jugara sus números. Y entonces, el jefe no tiraba la bola y se arma revuelo hasta que lo echaban”, recuerda.
Las mesas antiguas de ruleta en la sala principal del casino Central de Mar del Plata.
Las anécdotas de quien luego se transformaría en un personaje mediático son numerosas y todas en el mismo tono. “Una vez, en el casino de Necochea, le pegué un rastrillazo en el pecho”, dice no sin cierto orgullo Fiorentino. El rastrillo es el elemento que se usa para “limpiar” el paño de la ruleta. “El tipo me puteó porque no salió el número que él había apostado entonces me estiré todo lo que pude y le pegué con el rastrillo. Se armó grande y menos mal que el gerente era un familiar mío, sino me echaban ahí no más. Yo atendí mucho al Rengo Sofovich, y era jodido, pero lo de Jacobo era ya otra cosa”, completa el relato.
La nostalgia
Los recuerdos se amontonan pero, a diferencia de otros oficios que atraviesan el tiempo sin cambios, en aquella generación de casineros, la nostalgia se incrementa por evocar una ausencia definitiva. Es la de esa generación de casineros de cabello impecable sostenido por fijador, los de la inconfundible “carterita” de cuero bajo la axila, aquella generación de fumadores y de grandes contadores de historias, de los de la camaradería familiar por los viajes compartidos.
“Mis hijas hicieron la escuela primaria saltando de ciudad en ciudad. Éramos un poco uno trotamundos y con la familia para todos lados“, dice Fiorentino. “En Comodoro Rivadavia me tocó en el 76 con los soldados entrando a las salas a buscar gente”, agrega Chirizola.
Villegas ingresó en 1965 (“nos rajó Onganía y reingresamos en el 71”) y recuerda que en los 70 hasta mediados de los 80 fue la época de oro. “Entraban 23 ó 25 mil personas por día, no había aire acondicionado en Mar del Plata y solo las ventanas que daban a la costa traían un poco de aire fresco”, sostiene. Esa época fue la de los casineros viajando por todo el país para abastecer con su trabajo a las salas del interior. Alta Gracia, La Cumbre, Paraná, Comodoro Rivadavia, Sáenz Peña y Resistencia en Chaco, Iguazú, Madryn y La Rioja, además de una breve apertura en Las Grutas.
“Trabajar en el casino y tener un cargo en esos años era muy importante. En los casinos de afuera, los del interior del país, el gerente era como el intendente, el cura y el comisario. Así de importante“, cierra Chirizola.