Historias de Barrio: Flower Power
El destape en la escuela de monjas de mediados de los '80, el descubrimiento de la menstruación y el enfrentamiento entre el tío Abel y Norita.
Por Enriqueta Barrio (*)
Con el regreso a la democracia, algunas cosas en el colegio rígido de monjas al que iba se flexibilizaron. No digamos que fue la locura, pero esas maneras tan castrenses con las que había recorrido toda la primera etapa, dieron paso a una disciplina un poco más gentil, y las monjas intentaron hablar de temas modernos, como la menstruación por ejemplo.
Sí, así como lo leen. Con el auspicio de una marca de calmantes femeninos (en tiempos en que no existía el ibuprofeno), se anunció con bombos y platillos que vendría al colegio un médico, padre de una alumna, a darnos una charla sobre “el maravilloso momento en el que dejábamos de ser niñas para convertirnos en señoritas”.
Una promotora en la entrada del Salón de Actos, de pelo largo y rubio, nos entregó a cada alumna una muestra gratis de los remedios y el médico arrancó la charla ayudándose con diapositivas borrosas de úteros y trompas de Falopio. Recuerdo con especial claridad el momento en el que aseguró que durante el período era mejor no bañarse, total por tres o cuatro días no nos íbamos a morir, que de última una enjuagadita leve, pero de ninguna manera lavarnos el pelo y mucho menos meternos al mar.
Aclaro que esto fue hace un puñado de años, no en el siglo XIX, eh. Y que el disertante era médico, doctor recibido en la Universidad. Parte de esta “apertura”, de este “destape”, fue hacernos hacer una Guía de Investigación sobre Las Drogas. Había que investigar sobre tipos de drogas, sus efectos, maneras de consumirlas y demás.
“Mirá las monjas, dijo mi viejo guiñándome un ojo, en cualquier momento se sacan el velo y agarrate”. Al no existir Internet, íbamos a la Biblioteca Municipal a buscar información en libros antiguos, sacábamos fotos de alguna revista, hacíamos una portada esmerada que decía “Las Drogas” en letra cursiva llena de firuletes, atábamos con una cintita las hojas, le poníamos el nombre en el margen y lo entregábamos a la profesora, a la espera de una buena nota que nos salvara de un año de vagancia.
Pero lo que me volvió no fue una buena nota, sino una nota en el cuaderno de comunicaciones citando a mis padres de manera urgente. Sin entender qué pasaba, con el corazón latiendo desbocado del miedo, le anuncié a Norita la citación. Nada había más espantoso que ver entrar a mi vieja a la escuela. Las mejillas se me encendían y me parecía esconder un secreto a cada paso suyo y hacía enormes esfuerzos mentales para evitar que se cruce con la de contabilidad porque me había sacado un tres, con la señora del kiosco porque le debía un sándwich de salame y queso, con la de biología a la que le había dicho que no pude entregar un resumen porque mi abuela estaba enferma… un esfuerzo que me dejaba agotada y transpirada, del que solo me aliviaba cuando la veía irse, después de susurrarme en el oído un “En casa hablamos” que me daba vuelta el estómago.
Nunca en la vida volví a sentir ese temor, esa vulnerabilidad, esos nervios que sentía alrededor de los 12 años frente a mi mamá. Por eso siempre me cuido mucho frente a los alumnos de esa edad, en la que todo se magnifica de una manera desmesurada, en la que los dramas parecen terminales y uno vive a expensas de humores ajenos, temeroso y sobresaltado. La cuestión es que la habían citado por lo que yo había puesto en el trabajo sobre “Las Drogas”.
Mi tío Abel, al que les he nombrado en otros momentos, había llegado recientemente de unos años en Europa. Rodeado de un halo misterioso sobre la vida que allí había llevado, Norita lo recibió como si fuese el hombre más sabio del planeta (ya les contaré sobre la adoración de Norita por sus hermanos, visceral y desmedida, en la que mi viejo siempre salía perdiendo) y todos quedamos fascinados con sus ropas, sus historias y hasta con su olor a cuero y a Europa, difícil de transmitir pero que puedo percibir en este mismo momento mientras escribo, tantos años después.
Las valijas al abrirse emanaban ese perfume delicioso, lleno de modernidad y delicadeza, que me encantaba. En esos años poca gente viajaba y menos vivían unos años por allí y volvían, entonces la presencia de mi tío generaba siempre alboroto entre familiares y amigas. Mientras yo estaba, la tarde previa a entregar el trabajo, escribiendo con mi Parker a cartucho los efectos del Ácido Lisérgico copiado de un Diccionario Sopena, Abel se asomó detrás de mí pispeando lo que ponía y me dijo con su soberbia inalterable: “Todo eso es mentira”.
Frené en seco de escribir, “Pero lo dice el Sopena”, agumenté débilmente. En casa la palabra de Abel le disputaba cabeza a cabeza a la enciclopedia, así que me quedé en el aire. “Acompañame y te cuento”, dijo mientras se ponía la campera. Recorrimos cuadras llenas de hojas secas que crujían bajo nuestros pasos con los rayos dorados del sol de otoño jugando entre las ramas de los árboles, mientras él me contaba, lleno de entusiasmo, las percepciones sensoriales producidas por el LSD, dándome mil ejemplos llenos de psicodelia, colores estridentes y sonidos embriagadores. Y, claro, eso fue lo que puse en el Trabajo de Investigación que entregué orgullosa al otro día convencida de que la data que había puesto era la verdad de la milanesa, porque si lo decía Abel…
Bueno, no. Parece que la Palabra de Abel fuera de los límites del Reino de Norita no era tan respetada. Mamá volvió de la escuela después de la reunión, lívida y desencajada. “¿Vos le dijiste a la nena que la gente no usa drogas porque tiene miedo de enfrentarse a sí misma?”, le preguntó incrédula a Abel, al que no se le movió un pelo. “Claro, si es la verdad”, respondió el tío mientras llenaba su pipa traída de Bulgaria.
“¿Le dijiste que los colores se ven maravillosos y llenos de matices?”, volvió a cuestionar Norita mientras leía por arriba las descripciones hechas con mi letra de niña a las que alguien había puesto un signo de pregunta en rojo. “Así es”, respondió el inmutable, con tanta calma que Norita no supo, por primera vez en mi vida, que hacer o decir. Me relajé, la culpa no había sido mía. Imagino a la distancia el horror de profesoras y monjas leyendo mi trabajo en el que yo relataba, con lujo de detalles, la posibilidad de percibir el crecimiento de las hojas de los árboles en tiempo real bajo el efecto del ácido, según me había dicho Abel, reforzándolo con la certeza de que Lewis Carroll había escrito Alicia en el país de las Maravillas completamente dado vuelta.
Imagino también el desconcierto de Norita en la reunión con la directora, sin saber qué decir (por segunda vez en mi vida!), como justificarme. Mi vieja rompió mi trabajo en pedazos frente a mis ojos perplejos. “Sentate y hacelo de nuevo, poniendo exactamente lo que dice el libro, ni una palabra más. Tu tío no sabe lo que dice…, acá las cosas no son así. Ni se te ocurra repetir esas cosas por ahí, y mucho menos andar probando esas cosas que después quedan tarados para toda la vida…” fue la confusa explicación de Norita frente al flagelo de las drogas y de “esas cosas”.
Años después, encontré en el departamento de mi abuela mientras lo vaciábamos luego de su muerte, una foto de Abel con barba, un poncho debajo del cual asomaban sus piernas peludas y sandalias franciscanas, en una especie de recital o encuentro lleno de rubias con el torso desnudo y flores en el pelo. “Claro, pensé, mirá quién era mi fuente para hacer la tarea…” Nadie de la escuela me dijo nada respecto al trabajo, y al otro día entregué uno nuevo, conciso y concreto, me saqué un “10, te felicito por tu investigación” y aprobé la materia sin sobresaltos.
“Andá a hacerte el Flower Power a otro lado”, le resumió Norita a Abel, que no era tonto y sabía guardar violín en bolsa, si hacía falta, para poder seguir comiendo de garrón.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, en el mail [email protected] y en Instagram @soylaqueta.
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