Mar del Plata no sabe que está en deuda con un viejo médico inglés
Bien sabemos que la ciudad turística nació como réplica de los más selectos balnearios europeos. Pero: ¿cómo surgió esa exótica costumbre de meterse en el mar?
Playa Bristol a principios del siglo XX. Introducirse en el mar tenía propósitos terapéuticos más que recreativos. Y exigía el severo cumplimiento de "normas morales".
Por Gustavo Visciarelli
En el siglo XVII el médico británico Richard Russel publicó un tratado de curas marinas que tuvo gran aceptación en Europa. No imaginaba que ello fomentaría la creación de importantes balnearios, algunos muy lejanos e impensados como Mar del Plata.
En 1783, Jorge IV, príncipe de Gales, visitó el pueblo pesquero de Brighton. Sus médicos, fieles a Russel, creían que el agua de mar “aliviaría la hinchazón de las glándulas de su cuello”. Desconocemos si el tratamiento resultó, pero es sabido que la nobleza imitó a Jorge y convirtió a Brighton en lo que hoy se considera el primer balneario de Europa.
Los “baños de ola” -así los llamaban- se aplicaron contra el asma, reuma, problemas circulatorios y depresión, entre otras dolencias. Las normas eran estrictas y una de ellas llega hasta nuestros días a manera de creencia: dejar pasar un tiempo prolongado entre una comida y la inmersión.
En España y Francia adoptaron la terapia marina y pronto descubrieron que era compatible con una forma de ocio veraniego para las clases privilegiadas. De tal manera, en las playas elegidas para sus “baños de ola” florecieron lujosos hoteles, ramblas, casinos y hasta palacios donde se alojaban las familias reales.
Biarritz, antiguo puerto ballenero, creció merced a los “baños de ola” y tuvo su espaldarazo en 1854 cuando la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, hizo construir un palacio que hoy funciona como hotel.
En Santander celebran a mediados de julio “la fiesta de los baños de ola”, en homenaje a la terapia que les permitió desarrollarse como ciudad balnearia a orillas del Cantábrico. En 1861, en busca de un paliativo a sus problemas cutáneos, se zambulló en sus aguas la reina Isabel II, “La de los Tristes Destinos”. Tan tristes, que siete años después una revolución la puso en fuga de España a Francia en un tren que partió desde su lugar de veraneo: San Sebastián, destino donostiano que venía prosperando desde 1845. Quizás nos resulte familiar el nombre de su primera instalación balnearia de madera: La Perla del Océano. Y el del palacio real estrenado allí en 1893: Miramar.
En Mar del Plata contratarían al reputado paisajista Carlos Thays para diseñar al Paseo General Paz (actual complejo Bustillo y Playón de las Toscas). En San Sebastián, mucho antes, el célebre Pierre Ducasse había trazado los jardines de la familia real.
Tal como ocurriría en Mar del Plata, las incipientes ciudades balnearias europeas se convirtieron en un “boom inmobiliario” que derivó en el desarrollo de imponentes residencias.
El historiador español Ramón Barea, al describir la “belle epoque” en San Sebastián, parece hablar también de la marplatense: “La playa era un punto de reunión: si una persona quería gozar de cierta influencia y obtener contratos tenía que dejarse ver allí…”.
Mar del Plata no evolucionó del “baño de ola” a la villa turística, sino que replicó el “paquete completo” que se imponía en Europa y que ya era conocido por la aristocracia vernácula: ocio, lujo, juego, representación social…y baños terapéuticos.
La historia, con justicia, le adjudica la “importación del modelo” al vascofrancés Pedro Luro, que bien lo conocía y que, además, había comprado gran parte de la naciente Mar del Plata.
Ya sabemos que fue él quien improvisó el primer hotel en Luro y Entre Ríos en la temporada 1886-1887. Y que su hijo José fundó una sociedad que al año siguiente inauguró el Bristol Hotel, piedra basal del turismo aristocrático. El resto de la historia es ampliamente conocido.
El balneario La Perla, en San Sebastián, se promociona hoy como el principal centro de talasoterapia de Europa. Y ofrece lujosos spa para sanar, tonificar o despertar el bienestar utilizando el agua de los océanos. Es la proyección de aquellas terapias del doctor Russell a quien, sin saberlo, algo le debemos.
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