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Cultura 29 de agosto de 2016

Diario de lector: El cielo por asalto

Por Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee “El Absoluto” de Daniel Guebel, un libro asombroso, con un regusto borgiano, aunque Juan José Becerra en la contratapa invierta los preconceptos: “Borges, un Guebel populista. Guebel, un Borges culto”.
Las similitudes, piensa el lector que escribe un diario andan por el lado de la erudición, de la construcción de libros poderosos y sospechosamente inverosímiles –como los comentarios a los Ejercicios Espirituales de Loyola-, pero también por la falta de respeto a los límites que condenan (¿condenan?) a lo que cabe en el mapa nacional o a la separación de géneros, tal como sabemos desde “El escritor argentino y la tradición”.
“El absoluto” –un título pretencioso que no desmerecen las 558 páginas de la novela- habla de una familia de músicos geniales que comienza en Rusia y termina en la Argentina. Se inicia con una cita de Stravinsky, una pregunta por lo que se cifra en un nombre: “¿Quién es Scriabin? ¿Quiénes son sus antepasados?”. Y a partir de esta punta, se desovillan seis libros centrados en cinco antepasados y en un último “yo”, que recoge lo que ha venido contando la narradora que busca reconstruir el legado familiar de los Deliuskin, incluyendo la pirueta hilarante por la que Alexander cambia su apellido a Scriabin.
“En nuestra familia de locos pagamos el precio de la demencia para ascender a los cielos del genio”, dice la narradora al comienzo y ese tono es, piensa el lector que escribe un diario, el de toda la novela. Una mezcla nada caótica de narración desaforada con reflexiones místicas y artísticas, un relato en el que la búsqueda del poder va de la revolución a la posibilidad de modificar el cosmos y el orden del universo. Una narración ordenada hacia un fin, explicar de qué manera surgieron los genios de Alexander Scriabin y Sebastián Deliuskin “quienes supieron leer el Absoluto como un pentagrama con las notas puestas en el lugar equivocado y determinarse a ordenarlo por medio de una obra y una acción llamada a perdurar”.
Cada libro está dedicado a un antepasado, buscando subsanar la primera escena, un bizarro homenaje consistente en el descubrimiento de una estatua de un “artista más prolífico que talentoso” que obliga a pensar que “si este mamarracho cubista los representa, ya no existe diferencia entre el homenaje y el insulto”. Esos antepasados produjeron escalones previos a la gran obra de los mellizos Scriabin-Deliuskin: “tomar por asalto la estructura íntima del Universo y someterlo a una enorme transfiguración”.
La novela, piensa el lector que escribe un diario, parece tomar por asalto la materia narrativa, sin complejo de inferioridad: caben Napoleón y Rasputín, caben las meditaciones metafísicas o sobre composición artística, cabe todo, como en un aleph, desde una lengua descarada que puede incorporar argentinismos a la boca de Napoleón en una campaña a Egipto narrada como una novela de aventuras o proponer un genial diálogo entre marineros argentinos en un barco de guerra japonés hablando con un pequeño niño ruso extraviado. Para terminar en un relato de ciencia ficción que toma como base la vieja serie El túnel del tiempo: todo cabe en el espacio narrativo que se propone el absoluto como objetivo desde la portada. “Reducir el Universo a una sola ley, que es el sueño de la ciencia, sería comprender la mente del Absoluto”, proclama el epígrafe del libro dedicado a Alexander Scriabin.
Un absoluto al que se tiende por una música mágica, por una máquina extravagante, pero básicamente, por un libro, “el libro que no había sido escrito del todo, el libro que nadie había terminado de leer”.
Un libro, al fin, siempre, un libro.



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