Historias de Barrio: La prima Claudina
Unas vacaciones poco satisfactorias para Claudina, la chica que buscaba una caballeriza.
Por Enriqueta Barrio (*)
Claudina era una prima segunda a la que veíamos, con suerte, una vez al año.
De pestañas negras, largas y rizadas, mirada lánguida y andar ondulante en el que quebraba la cintura para parar la cola, se había convertido en el foco de nuestro odio infantil.
No sé si a ustedes les habrá pasado, pero recuerdo muy vívido ese odio visceral que generaban algunas personas en la niñez, con las que fui formando el perfil de las personas detestables de la madurez.
Claudina llegaba con todo su aire porteño, su pelo largo y lacio, al que pasaba de lado a lado con la mano, haciendo mohínes con pretensiones de sexy (convengamos que teníamos alrededor de diez años), su pilcha a la moda y hablando como si tuviese una papa en la boca. Usaba expresiones como “sorry” o “¡qué grasa!” permanentemente y nos contaba anécdotas con amigas de doble apellido como si las conociésemos, en las que vivían cosas de película yanqui de adolescentes, mientras mi hermana y yo la escuchábamos morbosamente, juntando irritación y bronca, pero queriendo que siga para después comentarlo.
Hija de un primo de mi viejo, empleado raso de una multinacional a la que le rendía una fidelidad extrema, y de una madre que creía en el valor de las relaciones sociales para “ser alguien” en la vida, Claudina era sobreprotegida. La mandaban a un colegio caro de Buenos Aires, cuya cuota se llevaba medio sueldo del padre, en el que la pobre debe de haberlo pasado bastante mal, porque sus compañeras eran rubias y estancieras, mientras que ella vivía en un chalecito en un barrio de clase media que empuja para serlo. De esto me doy cuenta ahora, en el momento le creía sus historias llenas de viajes a Disney y lápices Carandache.
Era terriblemente mañera para comer, y hacía verdaderos berrinches cuando en el desayuno no había Mendicrim o Nesquik. Recuerdo que una vez mi mamá nos preparó unos vasos de Zucoa y se puso a llorar con una angustia que nos desconcertó completamente. La madre se deshacía en justificaciones,“lo que pasa es que este chocolate le da alergia”, decía intentando calmar a la desesperada niña que sacudía su cuerpito al ritmo de los sollozos, mientras yo pensaba “mejor, más para mí”.
Cada año venían de vacaciones a Mar del Plata en su Renault 6 y se quedaban algunos días en la casa de algún pariente, al que Claudina despreciaba. Recuerdo que estaba horrorizada porque en la casa de la tía Julia había mermelada en envase de plástico, le parecía que eso era caer en lo más bajo de la escala social.
Cuando no estaba contando sus delirios de grandeza, se pasaba un brillo de labios de bolita con sabor a cereza que sacaba de una cartera impropia para su edad (debería ser de su madre) en la que también llevaba una agenda llena de fotos de Rob Lowe y del rubio de La Laguna Azul, al que le dibujaba corazones alrededor.
Cada gesto que hacía nos enervaba más, pero estábamos bien educadas y reprimíamos las ganas de tirarle del pelo que teníamos permanentemente.
Un verano en el que ya tendríamos doce años, la visita de Claudina y su familia fue el colmo.
La vimos bajar del Taunus (habían cambiado el auto conforme ascendían al padre) con, creanmé, pantalón y botas de montar. Sí, de esos que usan para practicar equitación.
El pelo, generalmente suelto hasta la cintura, estaba esta vez sujeto en un rodete plagado de horquillas.
Nos saludó poniendo la cara pero sin darnos beso y se sentó cruzando las piernas, revoleando las botas para que no nos quedaran dudas de que las tenía puestas. Nosotras, por supuesto, fingimos no verlas y no preguntamos nada, en un forcejeo mudo que duró unos minutos, hasta que Claudina no aguantó más y preguntó: ¿Hay caballerizas por acá?
Mi viejo, conteniendo la risa, le contestó “Sí, acá en el patio tenemos una, pero por ahora la usa el perro para dormir”. Largamos todos una carcajada, pero al ver que ya empezaba a pucherear, mamá se hizo la real interesada: ¿Estás andando a caballo?, le preguntó. La madre respondió por ella, contando que la habían asociado al Club Hípico y que le estaban por comprar un pony al que costaba mucho mantener, pero que seguramente el año que viene, ya tenían una yegua preñada en vista. El padre escuchaba con cara de resignación, a sabiendas de las horas extras que iba a tener que hacer para satisfacer el nuevo berretín.
Sintiéndose culpable por haber gastado a una nena, mi viejo propuso entonces ir a la Plaza Siempre Verde, bastante cerca de casa, en la que alquilaban caballitos de paseo. Subimos todos al Falcon gris en el que entraba una cantidad ilimitada de pasajeros sabiéndose acomodar, y partimos a la plaza.
Cuatro caballitos panzones y de aspecto apolillado esperaban en una de las esquinas para dar la vuelta a la manzana con paso cansino, llevando a algún nene que se aferraba a las riendas al grito de “¡Arreee!” ante la mirada orgullosa de la madre. Un muchachito en bicicleta acompañaba al caballo, guiándolo inútilmente porque el animal conocía el camino de memoria.
Mi hermana y yo elegimos la carreta, que despertó nuestra Familia Ingalls interior, y Claudina se subío a uno fiero y malhumorado. El pibe se ofreció a acompañarla en la vuelta, pero ella nos miró sobradora y dijo que no hacía falta, que era socia del Club Hípico. La miramos con odio y fustigamos al caballito de nuestra carreta para que avance.
Lo que no calculó nadie fue que las botas de Claudina, compradas de segunda mano, tenían unas pequeñas espuelas para principiantes, pero espuelas al fin. Y que el caballo enfurruñado, acostumbrado a llevar pequeñitos con mocos, no iba a permitir de ninguna manera que se lo espoleara para dar la vuelta mecánicamente a la plaza. Por eso, la nena solo llegó a acomodarse, medir su estampa de jinete, tomar las riendas y golpear la panza con sus botas, antes de que la bestia saliera eyectada y la arrojara a un charco barroso en el que sus pantalones beige de montar conocieron el oprobio. El rodete se desmadró y la cartera, a la que llevaba cruzada para poder cabalgar a sus anchas, se abrió expulsando a los galanes que quedaron flotando en el agua barrosa.
Vimos la escena desde el otro lado de la plaza y reconocimos la mano de la Justicia en la situación, llenándonos de satisfacción. Sin embargo, nos acercamos solícitas y compungidas “¿Estás bien?” le pregunté retóricamente viéndola cojear apoyada en el chico de los caballos.
Me miró con un odio fulminante y los ojos llenos de lágrimas calientes de orgullo herido.
Nunca más quiso venir Claudina a casa de visita en sus vacaciones.
“Una pena… ¡con lo bien que la pasaban!” dijo mi viejo mientras nos guiñaba un ojo. “¿Y ahora que vamos a hacer con la caballeriza?”. Nos reímos hasta las lágrimas, dejando en el pasado las pestañas rizadas, los brillos de cereza y las clases de equitación, que nos recordarían para siempre a la prima Claudina.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected] y en Instagram @soylaqueta
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