El espanto
Contemporáneo es aquel que percibe la sombra de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que más que cualquier luz, se refiere directa y singularmente a él. Quien recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo. Giorgio Agamben.
Por Cristina Alvaredo
Sé que me persigue una sombra. Sé que tiene el olor fétido de la muerte.
Abro despacio la ventana. Está amaneciendo. Mis ojos ciegos no pueden apreciar la luminosidad de la mañana, pero percibo el destello pálido del sol trepando por un cielo de manteca.
Un aire húmedo entra como un pájaro furtivo y aletea en mi piel y en mis fosas nasales, trayéndome el recuerdo del calabozo.
Decido darme una ducha.
En el camino hacia el baño mi mano apenas roza los muebles familiares. Este es mi mundo ahora y reconozco el tacto amable de los objetos, en esta habitación, en esta casa pequeña y cálida que habito.
El agua caliente resbala por mi cabeza, lame mis ojos sin luz, las cicatrices de mi cuerpo debilitado. No soy el que era, pero estoy vivo y me gozo en el olor de la comida casera, en el roce terso de las sábanas limpias, en el aroma de la piel de mi mujer.
Las flores frescas que mi hija coloca en los jarrones llegan hasta mí con su aroma vital, como este jabón que me cubre de espuma pero no borra el hedor que aún me acosa. Mis piernas empiezan a temblar, me apoyo en los azulejos tibios, mojados, y en un segundo vuelvo al lugar donde perdí la vista. La celda agobiante, las paredes mohosas, el colchón con orín. Y al fondo del pasillo, el cuarto con paredes encaladas, salpicadas con sangre.
Y la soledad, y el silencio, desgarrado por los gritos.
-¿Alguien habrá escuchado los míos?
Me seco despacio disfrutando el roce un poco áspero de la toalla, me cambio sin dudar. Sé donde buscar el pantalón, la camisa que huele a lavanda, el cinturón de cuero graneado. Toco sus relieves y me desplomo sobre una silla porque, otra vez, el recuerdo atenaza mi garganta.
-Ya está pibe, nos equivocamos con vos. Olvidate de todo. La mano seca y dura me lleva a tropezones por el pasillo lóbrego donde apenas adivino el amarillo alucinado de las lamparitas. Me saca afuera y me mete en un auto. A pesar de estar descalzo y medio desnudo no siento frío. Después de meses, ¿fueron meses?, respiro el olor de la nafta y vinílico del coche, junto al aire de la noche. Y me parece tan puro.
Viajamos un trecho. El otro está a mi lado. No conozco su rostro pero su presencia me sofoca. Cuando el coche se detiene creo que puede oír los latidos de mi corazón. La mano que fue puño despiadado me ayuda a bajar.
Entonces, incomprensiblemente, esa mano toma la mía y la aprieta. Me estremezco. Tiene la piel suave como la de un niño, con dedos largos y tendinosos. Retrocedo, caigo en el barro, oigo el coche alejarse. Cae una llovizna misericorde sobre mí y el olor de la tierra y el canto crispado de los grillos llega hasta mi oscuridad.
A través de la ventana abierta, el sol entibia mi cara, mis párpados cerrados. Respiro hondo.
Ha pasado mucho tiempo, el olvido no llega. La sombra está en algún lugar, esperando. Lo sé.
Busco la calma, quiero que me vean feliz. Escucho sus voces optimistas acercándose. Están convencidas que esta vez sí, que el cirujano prestigioso hará el milagro.
El ascensor huele a metal nuevo y a desodorante de limón.. Sube con un silbido rápido hasta el segundo piso. Entramos al consultorio.
Mi mujer habla con la recepcionista. Los brazos amorosos de mi hija me conducen hasta un sillón, se sienta a mi lado, me besa la mejilla.
-¿Estás bien, papá?
¿Podré al fin ver su rostro? Mi tacto conoce la suavidad de su pelo, la frescura de su piel, su perfil delicado, pero no el color de sus mejillas ni el brillo de sus ojos infantiles.
Suena el clac de un picaporte y una voz femenina nos invita a pasar.
–El doctor ya viene-. Es amable su voz.
Casi al instante escucho los pasos firmes que se detienen frente a mí. Con un ligero temblor extiendo mi mano. El doctor la estrecha.
Entonces descubro, con espanto, que la sombra al fin me ha alcanzado.
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