Historias de Barrio: Las Peonías
La vida de las mellizas Ester y Marta, entre los perfumes y los misterios de una cortina de terciopelo negro.
Por Enriqueta Barrio (*)
“Ahí van las perfumeras, pobres chicas, nunca se casaron”, decían en el pueblo las malas lenguas que nunca faltan, cada vez que las hermanas pasaban del brazo por la plaza, sonriendo bajo el sol.
Ester y Marta vivían en Dionisia desde tiempos inmemoriales.
Vieron nacer a todos, y todos las conocieron ya casi viejas, edad en la que quedaron detenidas para siempre.
Eran mellizas y eso servía de justificación a la relación estrechísima que tuvieron toda la vida; nadie vio nunca a una sin la otra. Eran físicamente muy distintas: Ester era alta y flaca, todo en ella era alargado. La nariz, las manos, las piernas, los ojos, eran de líneas armoniosas que se estiraban hasta unirse con el cuerpo. Marta, en cambio, era más redondita y llena. Todas las líneas de su cuerpo eran ampulosas y curvas; hasta los ojos eran redondos con expresión de perpetua sorpresa.
Se llevaban de maravillas y nadie jamás las escuchó discutir ni levantarse la voz. Se trataban con una amabilidad perfecta, casi como si no fueran hermanas, dándose las gracias y pidiéndose las cosas por favor todas las veces que hiciera falta.
En la vestimenta coincidían completamente, aunque no habría que darle mayor mérito a esta cuestión: todas las mujeres de mediana edad se vestían iguales en los pueblos. Una blusa con algún estampado olvidable, una pollera marrón o gris, zapatos bajos y un saquito más o menos grueso según la estación. Ambas llevaban prolijísimos rodetes que anudaban con maestría y, a pesar de tener la misma edad (como corresponde a su condición de mellizas), Ester era canosa y Marta aún conservaba su castaño oscuro.
Eran dueñas de la perfumería Las Peonías desde que el mundo era mundo.
Un local largo y angosto en una calle lateral a la principal, cuyo frente era solo las dos hojas vidriadas de la puerta que hacían repiquetear una campanilla cada vez que alguien entraba. Desde la entrada hasta perderse en el fondo del local, un mostrador de madera lustrada sin una mota de polvo ni la huella de algún dedo; era la obsesión de Ester tenerlo así y le pasaba la gamuza y el Blem varias veces por día. “No tiene que haber nada sobre el mostrador, nada.”, repetía siempre, “solo la fragancia que se está demostrando, para que se luzca el frasco como un preciado objeto, y el comprador no se distraiga con otras cosas llamándole la atención”. Detrás del mostrador, y de punta a punta del local, una vitrina de piso a techo poblada de hermosos frascos de perfumes.
Se jactaban de tener una colección que ni en las grandes ciudades, gracias a un pariente que las visitaba dos veces al año trayéndoles novedades que habían quedado confiscadas en la aduana o que algún importador no había querido o podido retirar. No era exactamente un fraude, se decían en confianza, porque ellas pagaban por los perfumes al pariente, los compraban realmente; en todo caso se salteaban algún paso en sus conciencias, pero bueno, en este país el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra, argumentaban convencidas.
Al fondo del local, una pesada cortina de terciopelo negro separaba la parte pública de la privada.
Ahí atrás, un mundo lleno de misterios se corría ante los ojos chusmas de las vecinas que aprovechaban cualquier movimiento para tratar de adivinar el interior. Pero nunca se veía nada, solo oscuridad y alguna vez el fulgor de un televisor encendido.
No era un negocio floreciente, pero habían logrado mantener la economía doméstica estable a pesar de los avatares de la historia del país. Nunca le habían pedido nada a nadie y no parecía faltarles nada, ni a ellas ni a su madre.
Porque vivían con su madre, una mujer que había quedado postrada en una cama hacía muchísimo tiempo y a la que muy pocos, solo los más viejos del pueblo, recordaban. Al principio de la enfermedad, algunos de ellos intentaron visitarla, pero las mellizas siempre encontraban alguna excusa para evitarlo, hasta que los vecinos se cansaron de intentarlo y se olvidaron de Doña Elvira, que quedó al cuidado de las hijas para siempre, sabedoras de su voluntad de no ver ni hablar con nadie.
Ambas se turnaban para atender medio día a la madre y el otro medio día a la perfumería. Salían a hacer los mandados y al banco una vez por mes, a cobrar la jubilación de la madre y pagar los servicios e impuestos de la casa. Siempre tomadas del brazo y conversando entre ellas en voz baja, sonrientes y alegres, saludando breve y cortésmente a quienes se cruzaban.
Ninguna de las dos conoció el amor más que en las novelas y en las historias de las vecinas. La madre las había concebido con un novio que la abandonó al enterarse del embarazo y esto le produjo tal vergüenza y decepción, que decidió encerrarse y criar a las mellizas casi a escondidas. Todas las noches las chicas la escuchaban llorar al dormirse, agobiada por un destino al que consideraba cruel y definitivo, y no hubo día en que no les dijera a sus hijas que no existía peste más grande que los hombres ni estupidez más grande que el amor. En esa convicción se criaron, no permitiendo que nadie jamás se asomara a sus corazones y, aunque para las vecinas no haberse casado ni tenido hijos las convertía en “pobres chicas”, a ellas parecía no importarles en lo más mínimo. No eran mojigatas ni mucho menos, se reían con picardía de los chistes y atendían con igual deferencia a la señora del intendente que a la madama del burdel, aunque nunca se les conoció palenque en el que se rascasen. No criticaban ni eran amantes del cotilleo, lo que las hacía verdaderos bichos raros en el pueblo que, como tantos, vive del qué dirán.
Alentaban sin embargo los amores de otros con real empatía, envolviendo las cajas de perfume para la persona amada por el cliente con esmero y cariño, armando unos paquetes artísticos y preciosos que reflejaban el sentimiento aún antes de ser abiertos. Marta, aficionada a las letras, les escribía tarjetitas con dedicatorias profundamente sentidas y llenas de poesía, que conmovían al corazón más reacio, mientras el perfume francés lo embriagaba.
No se sabe en qué momento la madre murió y las mellizas cumplieron su deseo de ser velada y enterrada en el más oscuro ostracismo, sin flores ni deudos que le recordaran el oprobio que nunca pudo superar. Ester y Marta no derramaron ni una lágrima, la sabían deseosa de partir de este mundo desde hacía más de cincuenta años.
Siguieron trabajando sin evidenciar ningún cambio y muchos se enteraron años después de la muerte de la pobre de Doña Elvira, que dios la tenga en la gloria.
Ester y Marta participaban de los eventos sociales fundamentales, como la Fiesta de la Papa, con mucho entusiasmo, divirtiéndose jovialmente, comiendo como limas nuevas y bailando en el club entre ellas mientras arengaban a los que permanecían sentados a mover el esqueleto. Volvían a casa mareadas por la cervecita que se habían tomado, sobresaltándose al entrar y oír sonar la campanilla, tentadas y con los rodetes despeinados.
Dejaron en el pueblo un cálido recuerdo, muchos perfumes en las cómodas de las mujeres y algunas amorosas tarjetitas dedicadas en cajones, de noviazgos ilusionados en el tiempo, que hacen sonreír hoy a quien añora, como sonreían las mellizas perfumeras tomadas del brazo, alegres al sol, cruzando la plaza.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]