Diego Armando Maradona, gambeta y resiliencia
Foto: EFE | Enrique García Medina,
por Santiago A. Levín
No intentaré en esta columna explicar el amor popular por un ídolo. Solo diré, en respuesta a algunas reacciones ilustradas, que no hay actitud más necia que la del comentarista externo que desestima ese amor y que lo degrada a primitivismos atávicos. No. El amor del pueblo es el amor del pueblo, y con eso no se jode. Las pérdidas de esta magnitud merecen todo nuestro respeto, emocionado si se resuena en esa maravillosa frecuencia, o silencioso si esa resonancia nos es ajena. Es tan inútil colgar del cuello de Maradona todas las virtudes humanas como hacerlo portador de todo el repertorio de nuestros defectos. Un poco de respeto por la tristeza de un pueblo que ha perdido a un símbolo amado.
Sí hablaré, en esta oportunidad, de resiliencia, esa fortaleza intrínseca, esa templanza del alma que permite volver a ponerse de pie luego de una caída. Porque Diego Armando Maradona no murió por primera sino por última vez, y en todas las anteriores ocasiones pudo, mejor o peor, solo o con ayuda, reponerse y reinventarse.
Y en esa capacidad de reinvención Maradona es la metáfora de su propio pueblo, como nos mostró Silvia Bleichmar en un inolvidable texto del año 2002, año en el que todos morimos un poco y tuvimos que echar mano de nuestra capacidad colectiva de renacer como país. Y el texto de Silvia se titulaba, precisamente, “Eso que resiste y se llama Maradona”.
La última muerte de Maradona nos permite reflexionar sobre la salud mental, entendida como la capacidad de superar obstáculos, de elaborar dolores intensos, de mover montañas si es preciso, para seguir adelante, para recuperar el movimiento, y volver a apostar por un proyecto vital.
Resiliencia es una palabra que proviene de la física, y hace referencia a la capacidad de un material de volver a su forma original una vez que sobre él se ha aplicado una fuerza que logra deformarlo. Se incorporó a las ciencias de la salud hace un par de décadas, y hoy estamos todos más o menos familiarizados con su significado.
Podemos pensar la resiliencia desde lo individual, y no estaremos errados. Hay un factor único, propio de cada quien, producto de lo heredado y de lo vivido, que nos hace más fuertes o más frágiles frente a la adversidad, a las pérdidas, a los dolores que la vida se encarga de acercarnos con obstinada continuidad, a veces sin descanso. No somos todos igual de fuertes.
Pero la resiliencia tiene también una dimensión colectiva, social, de conjunto, y tiene una potencia colosal. Esta resiliencia de conjunto, que llamamos solidaridad, es el rasgo humano más conmovedor y transformador: permite que esas diferencias interindividuales entre fortalezas y fragilidades no operen de modo desigual sino que se equilibren las unas con las otras.
Si tengo que elegir, elijo la foto en blanco y negro en la que Diego, niño aún, pobre aún, en 1973, consuela a un adversario que no puede dejar de llorar luego de perder una final (¡que Diego había ganado!). Es conmovedor el gesto de esa mano alrededor del cuello del jugador contrario. El Maradona cebollita, a sus trece años de edad, ya había comprendido que en la victoria deportiva no se agota el proyecto de vida, y que la derrota no lo cancela.
En esa ternura, fundamento de la resiliencia de conjunto, está la mayor de las potencias humanas. Quisiera pensar que es este su mayor legado.
(*): Médico psiquiatra, presidente de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA).