Diario de lector: De qué hablamos cuando hablamos de amor
Por Gabriela Urrutibehety
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El lector que escribe un diario lee “Cuentos de amor”, una recopilación de historias de Junichiro Tanizaki, el escritor japonés muerto en 1965 que descubrió por su exquisita novela “La llave”. No está nada mal, piensa el lector que escribe un diario, que estén a la mano, recién editadas, estas muestras de una forma de escritura que por momentos se siente tan ajena y, por otros, tan incrustada en lo profundo de cada uno de los que se pierde en la lectura.
Las historias de Tanizaki son de una exquisitez sensual lindante en la perversión. Por eso, sospecha el lector que escribe un diario, no son historias sino pinturas, cuadros. Pero cuadros fragantes. No hay grandes desarrollos narrativos en la mayoría sino un regodeo de los sentidos, especialmente el de la vista.
El primer cuento se llama “Tatuaje” y la acción se desencadena con la visión –fugaz, pero potente- de un pie femenino. Un tatuador, en cuyo corazón “anidaban tenebrosos placeres y deseos” busca con ansiedad “hallar una mujer de piel resplandeciente en la cual tatuar su propia alma”. Hasta que un día descubre “un pie de esplendorosa blancura que asomaba bajo la sombra de las cortinas de un palanquín”. Ese es el punto de partida de los cuentos: una visión parcial y deslumbrante de un cuerpo que enciende la imaginación, la voluptuosidad, la ansiedad, el deseo. Sentir al máximo, al límite incluyendo más allá del dolor más profundo. Sentir y mirar, palpar y mirar, perforar y mirar, infiltrar la tinta y mirar: ese es el placer del tatuador, un voyeur activo y no solamente contemplativo.
El tatuador es un artista plástico, pero también lo es el protagonista de “Los pies de Fumiko”. Largas y minuciosas descripciones hacen que las historias se transformen en un recorrido visual, una incitación a ver y a partir de la vista, iniciar la exacerbación de las sensaciones. Una búsqueda de potenciar la palabra más allá de su materia fónica, de hacerla portadora de toda la voluptuosidad posible, aquella que duele. Los cuadros, las pinturas cobran vida y los cuerpos son pinturas: desde lo visual se accede a un placer que es sensual y sexual, perversamente refinado.
Los personajes de Tanizaki son, en realidad, su profundo secreto y ese profundo secreto es siempre el deseo de goce. Goce que proviene de ver y de palpar, como en “El caso del baño Yanagi” donde la viscosidad –incluso la más asquerosa- contiene una potencialidad orgásmica.
El lector que escribe un diario lee sus anotaciones y la contratapa del libro, donde se habla de sadomasoquismo, voyerismo, travestismo o fetichismo, y siente que ni sus palabras ni las categorías así dichas solo desmerecen el trabajo que Tanizaki lleva adelante con las posibilidades del lenguaje para hablar del amor.
O de lo que sea que atraviesa estas páginas.
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