Culto personalista, esa pasión malsana
Foto: EFE | Giorgio Viera.
por Nino Ramella
Crecimos escuchando la pregunta de cómo un enorme vergel bendecido con todos los climas y bondades de la naturaleza como lo es nuestro país no sale de sus crisis. La única respuesta posible es que lo habitamos nosotros.
Como el dilema se sostiene por décadas es dable inferir que como comunidad padecemos un defecto estructural.
Nada hace pensar que los argentinos estén intelectualmente menos dotados que otras sociedades. Sin pecar de la típica jactancia argenta admitamos que muchos connacionales se destacan en distintas disciplinas, aquí y afuera.
Encuentro entonces que el problema tiene que ver más con las emociones que con la razón, con impulsos producidos por el deseo y la imaginación, más cerca de la estupidez creativa que de la astucia.
De los muchos ingredientes que componen esta manera colectiva que tenemos de ser elijo uno que se repite sin solución de continuidad y domina la mayoría de los campos: el culto personalista.
Dioses o demonios
Se trate de la disciplina que se trate la tendencia es el endiosamiento o demonización del individuo que asociamos con esa actividad. Más allá de la distorsión y parcialidad que ello supone hay espacios en los que el apasionamiento no pareciera encerrar acechanzas muy peligrosas para el conjunto social. Los mundos del deporte o el arte, que muchas veces son escenarios de amores u odios, podrían ser un buen ejemplo de irracionalidades conceptuales inofensivas.
Hay, sí, un campo muy pernicioso en el que el desenfreno emocional puede causar estragos por la multiplicación de sus alcances: la política. Si los criterios tendenciosos y apasionados son siempre distorsivos de la realidad, cuando se expresan en la esfera de lo público los resultados pueden ser catastróficos.
El odio ciega…pero el amor también. Ambos suponen el secuestro del pensamiento crítico y la enajenación del sentido de justicia. De ambos sentimientos detengámonos en el amor. Del odio todos los señalados tratan de defenderse. Del amor nunca.
Autoestima sin límites
Creernos mejor de lo que somos es un rasgo que nos tienta a pensar que es consustancial a la naturaleza humana. Por lo general el freno a nuestra distorsión viene de la mano de los demás. Se trata de un freno imprescindible que nos preserva de irnos a la banquina. Así como escribiendo no podemos ser correctores de nosotros mismos, tampoco podemos juzgar nuestras propias acciones en la vida cotidiana.
Es común que en la esfera pública quienes ejercen una cuota de poder estén rodeados de adulones o al menos de muy indulgentes a la hora de juzgar su gestión. A medida que el poder es mayor la genuflexión aumenta. Por cierto también el encono de los rivales.
El riesgo que encierra esa ecuación es la cristalización de los errores cuando no su radicalización. El destinatario de las sobadas de lomo es víctima ignorante del mal que lo corroe.
Tal vez ayude
Habría que buscar formas de proteger a los funcionarios -y a la ciudadanía toda- de tales acechanzas. Si hablamos de los jefes políticos de cualquier jurisdicción hay cosas muy fáciles de poner en práctica, aunque usemos la siempre antipática palabra “prohibir”·
Prohibir, so pena de un sumario, poner fotografías de ese jefe político (presidente, gobernador, intendente, etc.) en organismo público alguno.
Prohibir poner sus nombres en carteles de obras. Establecer la modalidad de que en cualquier acto de inauguración de obras no sean ellos los que corten cintas, sino los obreros que han participado en la construcción, o algún ciudadano elegido al azar.
Prohibir mencionar el nombre de ningún jefe político en las tandas que auspician programas radiales o televisivos.
Prohibir tandas del Estado que no sean para el estricto cumplimiento de la publicidad de los actos públicos o razones de servicios comunitarios.
Prohibir la “rendición de honores” al presidente, gobernador, intendente, etc.
Prohibir colocar el nombre de funcionario alguno a ningún espacio público, ni instalar monumentos hasta pasados cincuenta años de su fallecimiento.
Hay una costumbre muy arraigada que yo creo que en el fondo encierra un rasgo antidemocrático: agradecer a los funcionarios políticos por lo que hacen. Los funcionarios no hacen favores. Hacen lo que creen correcto hacer. Y
si hacen favores hay que echarlos.
Nadie pone un revólver en la cabeza de nadie para obligarlo a ejercer un cargo público. Se supone que están ahí por su compromiso para con el bien común y, además, porque quieren.
Consecuentemente, agradecerles por lo que hacen es una mala práctica.
No es en todo el mundo igual
Sin idealizar sociedad alguna hay países en los que no existen privilegios o prebendas para quienes ejercen el poder. ¿Será casualidad que se corresponde con las países que tienen los mejores indicadores sociales y las comunidades más igualitarias del mundo?
En esos países los parlamentarios no tienen asesores pagados por el Estado, ni pasajes de larga distancia. Tienen, eso sí, tarjetas para el uso del transporte público urbano. El primer ministro sueco vive en una residencia oficial de 300 metros cuadrados y ninguna persona de servicio doméstico. Es conocido que él mismo se lava la ropa.
Circunstancias muy similares podríamos contar de otros países nórdicos, donde si apuramos a sus ciudadanos encontraríamos que no todos saben cómo se llama el primer ministro.
“Se trata de países que tienen otras culturas. Nosotros somos latinos. Somos así de apasionados”, suele argumentarse para justificar la exacerbación de ese culto personalista que entre nosotros alcanza niveles de devoción, cuando no de idolatría.
Suele decirse que lo que diferencia a los países son sus instituciones. ¿Son las instituciones las que modelan el comportamiento social o es al revés?
Los uruguayos, que tienen instituciones similares a las nuestras, también son latinos y sin llegar a la altura de los finlandeses están muy lejos de alentar alabanzas absurdas a sus gobernantes como suele ocurrir entre nosotros. Habría que desentrañar el porqué.
He sido testigo…y hablo de hace ya muchos años, como para que alguien no baje el ejemplo a alguna orilla de la actual y vernácula grieta, de actos en los que un colaborador (pongámosle ministro) de un jefe político (pongámosle gobernador) no terminaba en un largo discurso frente al público de ponderar con ditirambos exaltados a su jefe. Y el destinatario de esas adulaciones permanecía muy complacido.
¿Se trata de un matiz inofensivo de nuestra idiosincracia el llevar a los altares a los gobernantes? No, lo creo sumamente pernicioso.
¿Pero entonces no se puede admirar la ejemplaridad de persona alguna? Claro que sí, en la medida en la que esa respetuosa consideración no se transforme en ceguera. Por otra parte, la historia juzgará el proceder de cada uno cuando las pasiones hayan desaparecido.
Nosotros, los peores
El hecho de que Latinoamérica sea la región del mundo más desigual, con las mayores asimetrías y cruzada por una tremenda violencia social conlleva a una conclusión obvia: estamos así porque somos así. Y creo que entre otros males el que más gravita es el culto personalista.
Ese irracional endiosamiento engendra características contraindicadas con el sistema democrático: caudillaje, nepotismo, demagogia, asimilación de los partidos a una sola persona -y si son gobierno Partido, líder y Estado son la misma cosa-, apartamiento de la legalidad, dinastías políticas, imposibilidad de establecer acuerdos,
violencia social…y siguen las firmas.
Siempre he pensado que en las religiones sobrevive una incongruencia y es la convicción de que el dios del que se trate espera ser alabado. Un ser todopoderoso y creador del universo no puede estar esperando algo tan jactancioso y banal como que le paguen su obra de esa manera.
Salvando las distancias, en la terrenal y pagana esfera de la política tampoco hay razones que justifiquen llevar a nadie a los altares.
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