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Cultura 8 de agosto de 2016

Diario de lector: Qué cosa, la realidad

Por Gabriela Urrutibehety

gabrielaurruti.blogspot.com

El lector que escribe un diario vuelve a “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick: alguien le ha mencionado que “esa historia es la de Tlön, la de Borges” y en búsqueda del parecido recupera la felicidad de leer la novela sobre el hombre que escribió un libro que plantea que las cosas han sido de otra manera, no como nos las han presentado.
La postulación de otros mundos, piensa el lector que escribe un diario, es frecuente remedio para melancólicos, arte propio de religiosos y alucinados, cuando no de filósofos y prestidigitadores. Por temor o por esperanza, la certeza de que la única realidad no es la verdad produce a cada paso narraciones que logran, básicamente, minar las bases de toda tranquilidad.
En “El hombre en la montaña” lo inquietante no es la propuesta de un mundo en que Alemania y Japón ganaron la Segunda Guerra Mundial. Después de todo, cualquiera se ha sentado a pensar, alguna vez, qué hubiera ocurrido si las cosas hubieran tomado otro rumbo: si no hubiera dejado ir ese amor, si no hubiera perdido el avión, si hubiera aceptado esa invitación, si hubiera echado todo al diablo. De la continuación de cláusulas condicionales depende en buena medida, piensa el lector que escribe un diario, la mayor parte de nuestras culpas y frustraciones, amén de alguna mínima tranquilidad conformista.
Lo inquietante proviene del hecho de que las otras realidades provengan de un libro: una novela que lleva un título con reminiscencias orientales -La Langosta se ha posado- prohibida en la zona del mundo bajo dominio germano y best seller en el sector controlado por los japoneses, o los 40 tomos de una enciclopedia secreta dispersos por aquí y allá, en el cuento de Borges.
La vida de los americanos bajo la ocupación japonesa no tiene mayores aspectos catastróficos, si se descuenta la subordinación a los educadísimos espíritus nipones; peor se está bajo dominio nazi, o en Asia y Africa, borradas del mapa. Sin embargo, la ocupación les ha trasmitido una especie de subordinación a un libro: parece obligatorio ante cualquier circunstancia consultar el I Ching. El oráculo domina las decisiones, es depositario de un poder mayúsculo sobre la gente: permite definir derroteros pero también entender. “El libro podía protegerlos, advertirles, aconsejarles”, dice uno de los personajes.
Los humanos dependen del libro, la realidad depende del libro: una tesis peligrosa, piensa el lector que escribe un diario, porque termina en una puesta en abismo que socava la tierra bajo los pies. Como los espejos enfrentados que duplican lo visible al infinito, como la posibilidad de que en realidad somos producto del sueño de un soñador que nos sueña. La oscilación desliza las certezas, en un universo que, como ya se sabe, es el otro nombre de la biblioteca.
Mucho Borges por los renglones de Dick. “El hombre en la montaña” plantea la misma tesis de Tlön: un mundo inventado en un libro -una enciclopedia- que termina influyendo en la realidad. Realidad: vaya uno a saber qué cosa es la realidad, termina concluyendo el lector en su diario. Y abraza un triángulo que usa colgado del cuello, como el personaje de Dick, como el cono de peso imposible que aparece hacia el final de Tlön.