Cuento: Un amor de otoño
El amor entre Vicente y Juana en un hogar de ancianos, entre recuerdos y miradas.
Por Carlos Daniel Aletto
Dedicado a Juana Nazaria
Fue amor a primera vista. No tengo una forma más original para decirlo. Fue amor a primera vista todo el tiempo. Ella tenía 87 años cuando llegó, hace 15 meses. A él -por esa misma época- sus tres hijos le estaban preparando la fiesta de los 90. Según Fernanda, la enfermera de la tarde, Juana Nazaria en algunos momentos del día recuerda fragmentos de su pasado, sobre todo de su juventud. Yo nunca hablé demasiado con ella. Eso sí, hablo con Vicente, a la mañana, cuando desayuna. Repite cada vez que le doy de comer cómo su madre le llevaba el café con leche y cinco tostadas con queso y dulce a la cama. “Hasta los 55 años”, dice y se ríe subiendo un poco los hombros y mostrando las palmas de sus manos: “Yo también fui un hijo viejo”. Todas las mañanas me lo dice: “Yo también fui un hijo viejo”.
Tuve la fortuna de presenciar el momento en el que se conocieron Vicente y Juana Nazaria. Varias veces lo contemplé. Y otras tantas veces fue Fernanda testigo de ese instante. Son momentos únicos, un espectáculo maravilloso que nos da pocas veces nuestra profesión: ver cómo un hombre y una mujer cruzan su mirada por primera vez y se quedan mirándose los dos, con una sonrisa boba, él queriendo decir algo que no termina de empezar a decir, ella esperando escuchar algo que no escucha. Enamorados.
Fernanda me dijo que Juana Nazaria, mientras apilaba unas fichas de dominó sobre la mesa, le confesó que se conocieron de jóvenes, pero que ella decidió casarse para formar una familia. No con él. “Vicente no estaba preparado para ese momento”, le dijo en tono más confidencial. Con Fernanda tenemos dudas de que sea cierto. Aunque yo un mediodía lo escuché a Vicente decirle a ella —antes de que llegara el almuerzo— mientras se estaban conociendo: “Yo amé a una mujer tan hermosa como vos”. Vi cómo ella abrió más grandes esos ojos negros que miraban los de Vicente, le sonrió con picardía mientras asentía. Se llevó la mano vacía a la boca y dijo: “Están picantes las empanadas picantes”. “Tomá un poco de mi vino…”, dijo Vicente señalando la nada sobre la mesa, “…pero los dos estábamos casados”, concluyó él. Ella hundió su mentón sobre el pecho, sonrojada, pero sin abandonar la sonrisa ni la empanada que sostenía con su pulgar y el índice hacia arriba para que no se le cayera el imaginado relleno. Noté en Juana Nazaria una alegría de niña que le bajaba hasta hacerle bailar las pantuflas blancas, dos o tres números más grandes que sus pies morenos.
Esa misma tarde, Fernanda me dijo que se volvieron a conocer a la hora del atardecer, sentados sobre el ventanal que da al parque, mirando un sol otoñal que daba más brillo a las hojas doradas. Se miraban a los ojos. Hasta que ella observó a través de los vidrios y preguntó: “¿Por qué esa vecina barre tanto las hojas? Parece una niña jugando. Mirá la espuma que hace. ¿No quedan mejor la vereda con las hojas?” Vicente la miró. Pareció recordar algo. De pronto Fernanda escuchó que él decía: “En algún lado leí algo parecido”. Y abandonaron sus ojos el puerto de la mirada de ella para hundirse en un sueño profundo. Fernanda se acercó a los ventanales y miró con la última luz del crepúsculo que nadie barría el parque a esa hora.
Con Fernanda, desde que llegó Juana Nazaria al Hogar, y cada vez que se enamoran a primera vista con Vicente, nos gusta pensar que realmente se conocieron en su juventud, y tuvieron dos o tres encuentros en su vida y nunca pudieron concretar una historia de amor. Y que terminaron juntos en este Hogar. No sabemos si es verdad: parece cuento. Pero nos convencemos uno al otro de que fue así. Acá y ahora somos testigos todos los días, de cómo Vicente y Juana Nazaria se conocen y se enamoran, a veces varias veces por día. Nos pone feliz ver con la intensidad que lo viven. Dos seres que se empiezan a amar, a primera vista. Es lo mejor que nos pasa, mientras cambiamos pañales o les damos de comer en la boca, con el cariño y el cuidado para que no se nos muera ninguno de los nuestros durante el encierro de esta cuarentena. Sería una lástima que sucediera ahora, justo cuando conocimos, gracias a ellos, el amor a primera vista.