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La Ciudad 13 de septiembre de 2020

Acerca de canillitas descalzos y otros aspectos desconocidos de la antigua Mar del Plata

“El jorobado mascota” y otros niños que vivieron hace más de cien años en esta ciudad, bajo la mirada del escritor Manuel María Oliver.

Por Gustavo Visciarelli

En 1919, un niño apodado “El jorobado mascota” vendía diarios en la Rambla Bristol. Algunas damas y caballeros lo llevaban a la ruleta para “atraerse la suerte. Una pasadita de mano por la joroba es un pleno”. Sabemos estos esto gracias al escritor Manuel María Oliver, que hace 101 años publicó un artículo sobre los canillitas marplatenses en la revista Caras y Caretas.

Oliver –quien escribía una sección veraniega llamada “Tipos de Mar del Plata”– consideró que los canillitas también merecían los “honores de la publicidad” en medio de “la vanidad enriquecida”, “la exhibición afiebrada” y el “snobismo crudo y sin frenos” que claramente a su disgusto dominaban la vida social del aristocrático balneario.

“Los canillitas marplatenses son todos criollos, robustos, tostados por la intemperie, y, salvo raras excepciones, leen de corrido, hacen cuentas y firman con soltura”, aseguró Oliver. Y al diferenciarlos de los porteños, indicó: “su lenguaje, si bien rudo y recio, no se ha mezclado con el léxico corruptor, característico de las urbes”.

“Cuando agota su mercancía por las noches el canillita parte a su hogar, allá en el rancho perdido en el límite de las chacras”. Y al terminar el verano “se embarcan en lanchas de pesca, cosechan en los sembrados de papas o se pasan manejando la honda en la cruel caza del gorrión”.

Luego descerraja una reflexión impactante: “Se está formando en la república la primera generación de niños nacida a orillas del océano, la primera netamente argentina y ella crece y surge en Mar del Plata. Es fuerte, ágil, hermosa y sintetiza una promesa étnica espléndida….” (textual)

Denunciando indiferencia sobre esos niños, observa que “no hay en Mar del Plata una escuela de artes y oficios ni un taller donde pueda aprender la más sencilla manualidad, allí donde en cada manzana se amontonaron millones en arquitecturas deslumbrantes”.

Luego censura una flamante reglamentación que obliga a los canillitas a usar zapatos en la Rambla Bristol. En verdad, a Oliver no parece molestarle que los niños anden sin zapatos, sino que los obliguen a usarlos. “Así, descalzo, tiene su característica: es el pilluelo de París, de Buenos Aires, de todas las capitales del mundo. Pero en la rambla debe presentarse calzado para no ofender ni herir la uniformidad de las gentes sensibles y a la moda”.

Si bien reprocha que “ningún magnate fue capaz de regalarles siquiera un par de alpargatas” para cumplir el reglamento, Oliver remata su artículo con un elogio de la carencia. Y augura que al terminar el verano, podrán sacarse los botines que les impuso el “reglamento ramblero”, para “correr bajo los pinos que rodean el rancho en que naciste”.