Hiroshima y Nagasaki: un triunfo bélico y una derrota moral
El mundo recordó el 75 aniversario de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945.
Por Eduardo Balestena
En estos días el mundo recordó el 75 aniversario de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, tras los cuales se produjo la rendición incondicional de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial.
Fue el primer ataque nuclear y el comienzo de la guerra fría y las víctimas, tal como en los bombardeos previos con bombas incendiarias, fueron civiles.
“El general Mac Arthur no estuvo de acuerdo y hasta el propio gobierno de los Estados Unidos no se atrevió a explicarle a su pueblo la verdad”, señala el Dr. Carlos Ure (“Hiroshima y Nagasaki, el átomo liberado”, Clarín, 10 de agosto de 2020). Agrega que la decisión del ataque fue del presidente Truman.
Hiroshima era en ese entonces una ciudad de la magnitud de Rosario. En dicha ciudad japonesa murieron 247.000 personas, volatilizadas en espacio de unos pocos segundos; en las que sobrevivieron quedaron terribles secuelas, en ellas y en su descendencia.
Es del todo incomprensible que luego de semejante destrucción por una bomba atómica de uranio haya sido lanzada en Nagasaki otra de plutonio.
Ello sucedió cuando Japón ya se encontraba sin posibilidad alguna de continuar la guerra y sin que la integridad de los Estados Unidos se encontrara amenazada.
Carlos Ure señala que Truman no se hubiera atrevido a ensayar las nuevas armas nucleares en Europa. Que lo haya hecho en un Japón ya diezmado nos remite a la famosa frase atribuida al Almirante Yamamoto luego del ataque a Pearl Harbor: “Temo que sólo hemos despertado a un gigante dormido, llenándolo de un terrible propósito”.
Estados Unidos se vengaba en la población indefensa de las atrocidades cometidas por los japoneses en Manchuria: el genocidio de 200.000 civiles, del horror de los campos de prisioneros en el pacífico y del ataque a Pearl Harbor y lo hacía sobre la propia población que debió padecer el militarismo del gobierno japonés que comenzó en la década de 1930.
Hombres y circunstancias
La novela Justicia de un hombre solo (1978), de Akira Yoshimura (Tokio, 1927), ensayista y novelista que vivió la guerra en su adolescencia, nos sumerge en un orden de ideas diferente: el del punto de vista de quien se convierte en un hombre acorralado.
Nos cuenta las peripecias de Takuya, quien como operador de radar, seguía las evoluciones de los aviones B-29 que llegaban para sus mortíferos bombardeos, mostrándonos, en el Japón de la posguerra un paisaje de calles con grietas causadas por el calor de las bombas incendiarias, y una fantasmal ciudad de escombros, silenciosa y calcinada por el sol, en cuyas calles el silencio sólo es alterado por alguna chapa al caer.
Es perseguido por las autoridades de ocupación por haber sido obligado a tomar parte en la ejecución de prisioneros de una tripulación en un B-29 caído. Los prisioneros habían declarado que regresaban de las misiones mirando fotos pornográficas y escuchando jazz.
Comienza en ese momento una huida, desesperada, instintiva, la de un hombre cercado y extraño en su propio país. En esa huída van produciéndose las recapitulaciones que constituyen a la novela como narración.
Un mar de fuego
En la detallada cronología de aquellos últimos días de la guerra Takuya asiste a la devastación de los ataques aéreos al salir del refugio subterráneo del Centro de Operaciones Tácticas, sintiendo el aire quemante.
Enormes torres giratorias de fuego se extendían hacia el cielo, y truenos que vomitaban llamas se prolongaban en un mar que abarcaba hasta donde daba la vista. Recuerda el seis de agosto haber sentido un ruido extraño, como la rasgadura de un enorme papel, y la onda expansiva que luego sabría que provenía desde Hiroshima, a doscientos kilómetros, y días después, una incursión semejante, en Nagasaki, un blanco de alternativa, porque había nubes en el blanco principal.
Había seguido la formación de los dos B-29 el 9 de agosto, con el horrible presentimiento.
En esos días, tuvo lugar una de las ejecuciones de prisioneros, por las cuales clamaba el pueblo, cuyas casas de madera, en ciudades y aldeas, eran incendiadas noche a noche y muertos sus familiares. Que eran 18 hombres ante cuarenta mil muertos en una sola incursión, pensaba.
Un teniente del Departamento Contable, quien más tarde sería ahorcado, se había ofrecido como voluntario para participar de las ejecuciones, porque tras un bombardeo había ido hasta la casa de su madre.
Quedaban restos de la vivienda y él esperó a que ella regresara desde el refugio, pero, entre los restos de las tablas del piso, había visto algo brillante, “era un diente en un agujero que debía ser una boca, comprendió que era el cadáver de su madre”.
Lecciones no aprendidas
Japón inició su expansión y conquistas en la década de 1930 a costa de las vidas y recursos de los territorios ocupados, en ese camino atacó a Estados Unidos y los ataques nucleares fueron la inimaginable conclusión a esa etapa, una conclusión terrible e inútilmente cruenta, despiadada y apresurada que el mundo lamenta desde hace 75 años pero que no parece haber dejado una enseñanza en cuanto a que la agresión debe tener sus límites.
Einstein escribió en 1939 a Roosevelt expresándole sus temores de que los alemanes pudieran fabricar una bomba atómica y los científicos del proyecto Manhattan rápidamente se pusieron a desarrollar tan terrible arma, utilizada cuando ya Japón estaba vencido.
Cuesta creer que en el nivel de decisión más alto que dispuso esos ataques haya habido ninguna señal de arrepentimiento.
La lógica de la guerra parece alimentarse, antes y ahora, a sí misma sin prever consecuencias ni detenerse en reflexionar sobre ellas.
Aquel país que fue el pionero en idear el sistema internacional de los derechos humanos fue también uno de los primeros en violar aquellos principios que la humanidad no debería poder relegar bajo ninguna circunstancia.
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