La historia de amor entre Paula y Jakob que tendrá su capítulo en Mar del Plata
Jakob, belga, y Paula, argentina, son protagonistas de una historia de navegantes llena de matices. Se enamoraron en la isla donde estuvo preso Napoleón pero se separaron para emprender distintas aventuras. Hasta que ella quedó varada en Brasil por el coronavirus y él fue a rescatarla. En un mes estarían arribando al puerto marplatense.
Por Marcelo Pasetti
En el “Tavern of the seas”, el bar del Royal Cape Yatch Club de Cape Town, Sudáfrica, se entremezclaban los idiomas. Esa noche, como las anteriores, y como las próximas, capitanes de barcos, navegantes solitarios, aventureros y marineros, terminaban la jornada entre cervezas y charlas.
En la barra y en algunas mesas se acumulaban las botellas de Windhoek, la cerveza de Namibia, mientras desfilaban las historias, anécdotas y planes de cada uno de esos noctámbulos.
Paula Trolliet Degregory, porteña, pero con acento español, escuchaba y jugaba con su pulsera. Todavía no había contado su historia. Nadie sabía que tenía 32 años y que diez años antes había decidido dejar Buenos Aires e irse a París, para desde allí recorrer Europa durante tres meses. Pero los 90 días ya se habían convertido en una década.
Primero, se fue a Sicilia, donde vivió dos años, luego a Milán, hasta que finalmente recaló en Barcelona, como tantos otros argentinos. Allí se enamoró, y con su entonces pareja y otro matrimonio amigo, una noche decidieron abrir un centro cultural. Pero tras la tercera denuncia por ruidos molestos, el local debió ser cerrado, y entre la bronca y la depresión, Paula supo que ya nada la ataba a la ciudad de Gaudí.
“Yo nunca me había subido a un barco”, se largó a contar una de esas noches en el bar de Cape Town. “Quería cruzar el Atlántico en velero. No sé por qué me pintó eso. Me metí en una página web a buscar a alguien que me lleve, armé un perfil —no confesó que había escrito “soy simpática y sé cocinar”— y me contactó un capitán de Estados Unidos”. Ella pensaba bajar de Europa a Canarias y de allí al Caribe, pero Marc, el capitán de Seattle, Estados Unidos, tenía amarrado su barco Ketch, de 44 pies, a metros de esa mesa. “Y acá estoy —dijo sonriendo—, lista para zarpar”.
Antes de retirarse a descansar, Paula saludó levantando su mano y, pegando un vistazo general, volvió a verlo. Allí, en otra mesa, un flaco de andar despreocupado, al que ya había fichado sin el menor disimulo la noche anterior, también se prendía en la animada charla, de la que también participaba el marplatense Andrés Bruzzone, navegante solitario que había cruzado el Atlántico. Su idea era llegar a Australia, pero se le había roto el timón de viento que le había prestado el hermano de Juan Manuel Ballestero, el otro marplatense que había llegado hasta el New York Times tras unir con su velero Portugal con Mar del Plata, escapándole a la pandemia para reencontrarse con sus padres.
Jakob Campforts, el flaco belga, se interesaba por cada una de esas historias de mar. Y, sobre todo, si nombraban a Argentina. De chico leía libros sobre la Patagonia, pero las historias que más le fascinaban eran las del expedicionario polar belga Adrien de Gerlache, quien entre 1897 y 1899, con el navío “Bélgica” permaneció 13 meses en la Antártida, luego de que su barco quedara atrapado en el hielo.
A 50 kilómetros de Bruselas, en su ciudad natal, Lien, Jakob —que sólo se ponía de mal humor cuando lo llamaban “Schapenkoppen” (cabeza de oveja), como les decían a los oriundos de esa localidad—, mientras caminaba por las calles adoquinadas para comprar libros sobre navegación y aventuras marinas cerca de la torre campanario, se convencía de que en su futuro pasaría muchas más horas sobre el agua que en tierra firme.
De niño, navegaba en botes alquilados. En su familia nadie lo hacía. Cuando a los 18 años pudo comprar su primer barco —de siete metros de largo, con una pequeña habitación, baño y una diminuta cocina— y decidió hacer incursiones a Inglaterra y Holanda, en su casa entendieron que la cosa venía en serio.
“No me da ni cinco de pelota. ¿Quién se cree que es?”, se preguntó Paula luego de cepillarse los dientes, metiéndose en la pequeña cucheta.
Jakob, mientras tanto, pedía otra cerveza
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A 6.651 kilómetros de Ciudad del Cabo, en la fría Mar del Plata, el marplatense que tomaba cerveza con Jakob en el “Tavern of the seas”, opta por el café.
“Conocí a Jakob y a Paula en Cape Town, en enero. Los diarios publicaban alguna noticia de un virus en China, pero en el Royal Cape Yacht Club no era un tema de conversación. Con la vista magnífica de la Table Mountain como fondo, discutíamos sobre rutas y vientos. Nos habíamos juntado varios navegantes de distintas nacionalidades, éramos un grupo heterogéneo: había desde un solitario australiano de 83 años hasta una familia rusa con dos nenas, de 10 y 6 años”, recuerda Andrés Bruzzone.
“Paula se preparaba para su primera experiencia náutica como tripulante del Wavelenght, un barco de bandera norteamericana que zarparía hacia el Caribe atravesando el Atlántico. Jakob alistaba su velero de 9 metros, el Hermano, para arriesgarse por el océano Índico, con rumbo a Australia por la ruta de los 40 bramadores. Como yo. Con mi velero de 12 metros de acero, el Endeavour, había llegado de Uruguay y también terminaba los preparativos para seguir hacia el Índico como segunda etapa de una vuelta al mundo en solitario”.
Cuando los aventureros hablan, más vale hacer silencio y tomar nota
“Enseguida nos hicimos amigos. Paula buscaba desesperadamente, sin suerte, un proveedor de yerba; no abundan en Sudáfrica, por eso me tocó cederle un kilo de mi provisión. Jakob y yo hacíamos cálculos con los vientos, revisábamos las cartas náuticas y las pilot charts, que indican las condiciones predominantes de viento y corrientes según la época del año. Sabíamos que el desafío de las altas latitudes exigiría al máximo nuestros barcos y nuestra resistencia”.
Y continúa: “No imaginábamos entonces que los caminos del mar volverían a juntarnos tan pronto. Paula zarpó hacia el Norte y la despedimos repicando la campana del Club. Jacob puso proa al sur una semana más tarde y yo pocos días después. A los dos, las olas del Índico nos la jugaron pesada: con una semana de mar, el sistema de piloto de viento del Hermano empezó a fallar y eso más la rotura de algunas velas convencieron a Jakob de volver a Ciudad del Cabo y de allí zarpar nuevamente, pero esta vez hacia Santa Helena, y luego al Norte. Paula, después de recalar en Namibia y Santa Helena, desembarcó en el Nordeste de Brasil, a donde Jakob fue a rescatarla: había quedado varada y con un complejo problema burocrático”.
Bruzzone también pinta su experiencia personal.
“Con el Endeavour, pude virar el temido Cabo de Buena Esperanza, pero también sufrí la rotura del timón de viento, el sistema de piloto automático. Resolví hacer una escala técnica en Durban, sobre la costa este de Sudáfrica. Cuando entré a puerto, había pasado 25 días en el mar y recorrido un tercio del camino hacia Australia. Pero el mundo había cambiado. Miles de personas morían en Europa, se hablaba de blindar Nueva York y los puertos iban cerrando. Me tocó quedarme tres meses en cuarentena con mi barco en la Marina de Durban, un lugar muy lindo y protegido en el que terminé haciendo varios amigos. Fui repatriado a Mar del Plata a mediados de junio y acá espero poder retomar mi vuelta al mundo, apenas las fronteras abran y se pueda volar a Sudáfrica. Mientras tanto, acompaño a la distancia y doy soporte logístico a Jacob y Paula, como me tocó hacerlo con Juan Manuel Ballestero”, refiere.
Mejor volver a Santa Helena, la isla de 121 kilómetros cuadrados situada en el Atlántico, conocida especialmente por haber servido de prisión militar del exiliado emperador Napoleón de Francia, desde su derrota final en la batalla de Waterloo en 1815 hasta su muerte en 1821.
Paula había llegado exhausta a la isla. Tras haberse roto el piloto automático, Marc y ella estuvieron timoneando durante casi dos semanas, en turnos de seis horas. El capitán decidió que fuera la dama quien trabajara de 1 a 6 de la mañana, mojándose y prestándole atención a la brújula, para no perder el rumbo. El llegar a tierra firme le cambió el humor. Arreglar el piloto automático demandaría un trabajo de diez días. Al tercero, se chocó con Jakob.
—¿Qué haces acá? ¿No te ibas a Nueva Zelanda? Pibe, te reconfundiste de rumbo —le disparó en el encuentro.
—Se partió el mástil, entró agua y el motor casi se murió, así que tuve que volver a Cape Town. No le tengo confianza a las velas, así que me vine para acá. Trataré de buscar trabajo y después veremos.
Duro y frío el belga, se despidió. Su objetivo era conseguir cables y baterías para reparar los daños del Hermano.
Unas horas más tarde el destino quiso que Paula y Jakob se encontraran nuevamente, pero en la oficina de Migraciones. Paula llevaba la trompeta que Marc le había regalado semanas antes en Namibia. Audaz, intentaba sacar alguna melodía, pero sólo generaba ruidos.
—Necesito encontrar a un profesor, por lo menos, para aprender algo en estos días, se sinceró.
Jakob, que ya se había cruzado con varios navegantes a los que había conocido en Bermudas y que ahora vivían allí, hizo un par de llamados telefónicos y sonrió.
—Esta tarde toca una banda en un bar. Y hay un trompetista que se llama Tom que tiene muy buena onda— dijo.
En el Donny’s Bar encontraron al trompetista y al amor. Paula estaba radiante. Jakob ya la miraba de otra forma. La cerveza, el ron, la música y la noche hicieron el resto.
¿Quién dio el primer beso?… Había bruma y no se veía. Sí, en cambio, pudo adivinarse que, abrazados, en esa noche oscura y sin viento, ambos llegaron hasta el apostadero donde descansaba el castigado Hermano. Y compartieron el pequeño camarote. Se durmieron acurrucados, felices y mareados.
Tras el café de la mañana, Jakob le alcanzó unas antiparras. En el agua, Paula no podía creer lo que estaba viviendo. Volvió a sumergirse y nadó junto a un tiburón ballena de más de 10 metros de largo. Estaba extasiada. Ya en cubierta, volvió a abrazar a Jakob. La escena les quedó grabada y marcada a fuego.
A ella pareció no importarle que debía volver a “su” barco, a terminar de ayudar a Marc —con quien ya había tenido algunos encontronazos— con los preparativos para el viaje.
Se quedó entonces algunas horas más junto al belga que, cuando no navegaba, se ganaba la vida trepando y podando árboles. Gracias a eso, había podido a los 25 años comprarse el Hermano, de diseño holandés y con 45 años de antigüedad. Un Kofman 31 en el que vivió durante casi un año antes de arrancar con las aventuras marinas.
Esa noche, de la reluciente trompeta de Paula salió una hermosa melodía. Las notas de Autumn Leaves inundaron el aire. Fue la primera canción que aprendió a tocar. Se la enseñó Jakob, que además es un gran músico.
Se miraron en silencio, se abrazaron y volvieron a besarse. Ambos sabían que todo estaba por culminar.
—Venite conmigo. No podés seguir viajando con alguien con quien no te llevas bien.
Era Jakob quien tomaba las riendas. El duro, el que en Ciudad del Cabo no le daba “ni cinco de pelota”, ahora se resistía a perderla.
—No puedo dejarlo en banda ahora. Me comprometí y lo acompañaré hasta Brasil. En todo caso, más adelante nos encontramos en el Caribe, respondió Paula sin demasiada convicción.
Una mañana, Marc y Paula zarparon hacia el nordeste de Brasil. Ella, con un nudo en el estómago. “Quizás no lo vuelva a ver nunca más”, pensó.
Jakob también soltó amarras y decidió seguirla. Sin embargo, pocos días después le avisaron desde su casa que había una pandemia, que el coronavirus estaba generando desastres, y que los puertos se estaban cerrando. Supo que Brasil también había tomado medidas, por lo que decidió enfilar hacia la isla de Martinica.
Por su parte, Paula también se fue enterando de lo que estaba sucediendo con el coronavirus cuando llegaba a Cabedelo, en Paraiba, noreste de Brasil. No se imaginó la pesadilla que se avecinaba. No los dejaron bajar del barco, y les dieron 72 horas para que se fueran. Marc entró en pánico y decidió seguir rumbo a Estados Unidos. La argentina quedó sola, con planes que se frustraban a diario. No había aviones para volver ni a España ni a Argentina, no le permitían hacer migraciones, por lo tanto, no aparecía como ingresada a Brasil. Dormía donde podía.
En el medio del Atlántico, Jakob leyó uno de sus mensajes y no lo dudó. Estudió las cartas náuticas y cambió de rumbo.
…………………….
En el futuro, el flaco belga les podrá contar a los amigos que a la primera persona que encontró cuando bajó de su velero en Brasil fue a Paula. Juntos analizaron un sinfín de posibilidades. Todas se iban desechando. Esa mañana, ella finalmente escuchó lo que deseaba.
-Vamos a la Argentina— dijo, sin importarle los 5.000 kilómetros de distancia.
Ella lo abrazó y al rato ya estaban anotando todo lo que era necesario comprar y preparar para este viaje.
Cuando zarparon, con viento en contra, el velero no se movía. Parecía estar flotando en una pileta de lona sin avanzar. Pasaban los días y comprendían que a 18 millas por día llegarían ya ancianos a destino. Pero el amor es más fuerte. Todos los temores se disiparon y la convivencia sacó un aprobado. No fue fácil vivir en esos pocos metros cuadrados, pero ambos superaron la prueba.
“Nos enamoramos”, dicen al unísono, mientras van parando en distintas localidades y va desapareciendo la quemadura del brazo de Paula. Un recuerdo del accidente con el agua hirviendo para el mate, del cual el belga, tras una firme resistencia, terminó haciéndose adicto.
Ahora están en Ubatuba, donde intentarán reparar velas, baterías y motor. Si decidieran venir en auto deberían cubrir 3.000 kilómetros. Pero seguirán en el Hermano. Van superando pruebas, incluso la “muerte” del AIS —el radar que marca la presencia de barcos—, por lo cual debieron hacer guardias de tres horas para mantener el rumbo entre pesqueros y petroleros amenazantes.
Los enamorados creen que en un mes podrían llegar a estar ingresando en el puerto de Mar del Plata. Lo sostiene ella, mientras mira en el celular la foto de su sobrino Joaquín, al que aún no conoce. Lo ratifica él, mientras acaricia el violín que le regaló Paula el pasado 9 de junio para su cumpleaños.
“Esta es la única vida que quiero. Trabajar y navegar. A Paula también le gusta. Queremos estar juntos, conocer la Patagonia y quizás la Antártida. Sólo espero que la embajada de Bélgica me ayude para poder entrar a la Argentina” dice Jakob mientras Paula dibuja una sonrisa que es, inmediatamente, retribuida.
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