Federico Lorenz: “La escritura es mi forma de lidiar con lo irresuelto”
En su nueva novela, "Komorebi", el historiador y escritor Federico Lorenz reactualiza viejas obsesiones que han orbitado antes en sus relatos sobre los años 70 o la guerra de Malvinas y que ahora se desplazan a las aulas monumentales del Colegio Nacional de Buenos Aires.
En la intersección difusa entre ficción y realidad que da lugar a su nueva novela, “Komorebi”, el historiador y escritor Federico Lorenz reactualiza viejas obsesiones que han orbitado antes en sus relatos sobre los años 70 o la guerra de Malvinas y que ahora se desplazan a las aulas monumentales del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde bajo una trama de fantasmas que condensan historias de sufrimientos y persecuciones reinvindica el poder de la memoria sobre la muerte.
Los fantasmas están asociados con una idea o imagen que atormenta o corta abruptamente el hilo de la normalidad y pocas veces llevan adelante la atípica redención que tiene lugar en la nueva novela de Lorenz, donde un profesor de Historia sumergido en una crisis personal que ha desfigurado sus certezas se deja llevar por la curiosidad que le despierta un chico de campera apostado frente a una de las aulas del Colegio Nacional de Buenos Aires donde tienen lugar los exámenes de Latín.
El joven en cuestión está exageradamente arropado para un inicio de verano que preanuncia rachas sofocantes y tiene en su manos un casete, un formato de grabación que se ha vuelto obsoleto para la época en que transcurre el relato.
Este desfasaje climático y temporal vendrá acompañado de otras constataciones inquietantes: puede atravesar los ambientes sin necesidad de abrir puertas y solo es visible a los ojos del docente, a quien va destinado la imploración que escribe sobre un pizarrón, un enigmático “Buscame”.
Todo eso tiene lugar en las primeras páginas de “Komorebi” (Indie Libros) y activa la pesquisa que inicia el protagonista -un alter ego de Lorenz con sus señas particulares apenas camufladas- para desovillar la historia de Dante Godsend, el adolescente del que se perdió todo rastro en los últimos días de su cursada de tercer año en el Colegio y reaparece ahora como fantasma para saldar un asunto pendiente que le permita dejar de habitar ese hueco indeciso entre la vida y la muerte.
“A veces pienso que la vida nos da excusas para responder antiguas preguntas bajo la forma de problemas nuevos”, dice el protagonista cuando ya está próximo a descubrir esa sinergia que cruza su destino con el del fantasma adolescente: porque al principio parece que solo Dante necesita del profesor para concretar su objetivo postergado pero con el correr de la historia, es el docente quien encuentra con la aparición del chico, una manera de resignificar su vocación y de posicionarse frente a la muerte.
– Télam: Un historiador está impulsado a trazar todo el tiempo un puente entre los vivos y los muertos, un afán que en tu caso se desplaza también a la escritura ¿Qué recursos te permiten cambiar la perspectiva cuando abordás la muerte desde el ensayo que cuando lo hacés con los recursos que habilita la ficción?
– Federico Lorenz: Uno termina preguntándose cuáles son los vehículos más eficaces para lo que quiere transmitir. En ese sentido, recuerdo mi paso por la dirección del Museo Malvinas como un momento de enorme frustración. Y no me refiero a la idea de que “yo tengo la verdad y no están dispuestos a escucharla” sino a que encuentro socialmente muy poca predisposición a ponerse en el lugar del otro, a escuchar, a estar dispuesto a revisar las ideas propias.Y orillando los cincuenta años, encuentro que es en las aulas, con les chiques, donde uno ve que hay posibilidades de cambiar las cosas. Allí, todo está desjerarquizado, en el sentido de que todo suma para aprender juntos, y en todo caso nuestro aporte disciplinar genera un orden posible, dentro de la tarea fundamental que es cuidarnos.
– T: ¿Los fantasmas regresan siempre al sitio del trauma? ¿Vuelven porque los retiene allí algo del orden del padecimiento o vuelven también para recordarle a los vivos aquello que han hecho?
-FL: Creo que están con nosotros para darnos lecciones de humildad. A la vez, para decirnos que hay cosas que no son en vano, que cuando a veces los vivos nos dan vuelta la cara, quienes “permanecen” por nuestro trabajo reconocen el esfuerzo que hacemos para que algunas cosas no se olviden. Nuestra materialidad es diferente, lo cual no quiere decir que no nos puedan hacer sentir ese agradecimiento, o ese enojo. Entonces esos regresos son un poco por cada una de esas cosas, porque a la vez, a nosotros también nos encuentran en momentos particulares. Tardé casi ocho años en alcanzar esta última versión de la novela, y en el medio viví muchas situaciones. Entonces podría decir que también merodear la escritura es mi forma de lidiar con lo irresuelto.
– T:”A veces algunas historias no dejan que respiren otras”, dice el narrador de “Komorebi” en alusión a la trama de desaparecidos en los 70 que parece obturar el peso de otras muertes más silenciosas y menos tramadas por lo colectivo ¿La novela pretende decir algo sobre los efectos de la memoria colectiva en tanto al instalar un relato invisibiliza otros?
– FL: No me cabe la menor duda de que es así. Hay tiempos sociales para la memoria, como hay figuras del dolor que tienen más visibilidad que otras. No pasa necesariamente por la muerte: pensemos, por ejemplo, en el tiempo que ha llevado visibilizar la violencia de género. En el caso de los 70, es evidente que ha habido figuras que se han transformado en icónicas, y en ese camino, debido a su eficacia política, subsumieron otras: la figura de la militancia sindical, ausente hasta hace relativamente poco; los muertos de Malvinas, como si solo le dolieran a sus compañeros y a las fuerzas en las que sirvieron… De alguna manera, la fragmentación en el duelo refleja también la fragmentación social, que pese a ciertos hilos colectivos, es una de las constantes desde el arrasamiento social de los setenta. “Komorebi” habla de cuestiones esenciales: la amistad, el amor, la angustia adolescente, como elementos que atraviesan las épocas. Desarrollar una empatía “atemporal” tal vez nos permita ser más proclives a la solidaridad, y pensar la cuestión de los legados y los mandatos de otra manera.
– T: El fantasma de Dante no planea deambular en el mundo de los vivos sino que necesita cerrar un etapa para conseguir su liberación y dejar de errar en este mundo al que ya no quiere pertenecer ¿No es ésa una manera de presentar una visión más conciliadora de la muerte, como un lugar en el que también se desea permanecer?
-FL: Yo no le temo a la muerte, me parece, dicho sin ninguna pretensión irónica, una injusticia más de la vida, acaso la mayor. Creo que nos aferramos a la vida en un sentido muy superficial. La pregunta por el sentido de la vida es algo a lo que sí me aferraría. Creo que más que miedo a la muerte, hay un fastidio a que un día se acabe todo. Mark Twain, en “El calendario de Cabezahueca Wilson” dice algo así como que hay que esforzarse en vivir de tal manera que cuando muramos hasta el funebrero sienta pena. En todo caso, la visión conciliadora con la muerte es simplemente aceptarla como un destino en tanto la propia, y como una puerta a revisar conductas ante las de otros. Parafraseando a Sontag, la muerte de los demás no debería dejar de conmovernos.
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