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Cultura 16 de abril de 2020

“Labios de fin del mundo” la novela de Federico Aliende que se resignifica en esta cuarentena

Publicada en 2016, se trata de una historia distópica situada en un mundo en ruinas por un extraño fenómeno meteorológico. La soledad, los miedos, la oscuridad y el amor intenso que acompañan el intento de supervivencia.

Labios de fin del mundo es la primera novela del escritor marplatense Federico Aliende, integrante del grupo La Bruma.

Publicada en 2016, se trata de una historia distópica situada en un mundo en ruinas por un extraño fenómeno meteorológico. La soledad, los miedos, la oscuridad y el amor intenso que acompañan el intento de supervivencia y que en actual cuarentena se resignifica.

Una infinita nube de color gris cubre el cielo sin explicación alguna volviendo al mundo en una eterna noche. El extraño fenómeno parece provocar que la energía eléctrica comience a fluctuar constantemente.

La inseguridad, los toques de queda, la racionalización de los alimentos y la impotencia estatal frente a las bandas de criminales oportunistas no tardarán en establecerse en la ciudad como profanas costumbres y forzados hábitos.

Julián, un abogado de treinta y cinco años se encuentra atravesando una profunda depresión cuando Ana, una vecina de su piso, le pide dormir en su sofá mientras la penumbra reine en el mundo.-

¿Y si la electricidad se fuese para no volver y el mundo se subsumiese en una completa oscuridad?

Permanecer en el departamento hasta morir de inanición o salir a la penumbra de las calles plagadas de asesinos y delincuentes serán las únicas opciones por las que podrán optar; siempre y cuando decidan antes afrontar los fantasmas de sus pasados.

El primer capítulo de Labios de fin del mundo se puede leer acá.

Si querés saber más sobre Federico Aliende y esta novela, podés leer la entrevista que le hizo Paola Galano, en este enlace.

El autor compartió un nuevo fragmento de la novela para lectores  de LA CAPITAL.

Segundo capítulo de Labios de fin del mundo:

Julián se quejó y sonó su cuello contracturado. Se había quedado dormido en la incómoda silla de mimbre del balcón. Aún despertándose, miró su reloj que marcaba las 3.45 de la madrugada. Después, giró su cabeza y constató que Ana seguía acurrucada en el sillón de living.

Su remera estaba empapada de transpiración y no recordaba un verano tan caluroso como ese. Se prendió un cigarrillo y, de un instante a otro, el rostro de su ex novia se le vino a la mente. Andrea había dejado desperdigado en el departamento objetos que Julián ya consideraba res derelictae y de los cuales, sin embargo, aún no le había urgido la voluntad de poseerlos. La sombra sobre Insmouth, Aguirre la Ira de Dios, dos bombachas, una blusa y un par de medias. Lovecraft y Herzog asfixiados entre 100 % cotton, 80 % algodón y 20 % poliéster y 100 % lycra.

El humo se perdía mitad dentro del departamento y mitad en el aire caliente que circulaba en la intemperie del balcón.

4.00 am.

No se había oído un solo disparo en toda la noche. Situación inusual y aislada en comparación de los días anteriores. Julián detestaba las falsas tranquilidades porque sabía que cuando estas llegaban a su fin –siempre de forma abrupta– daban paso a una serie ilimitada de verdaderas turbaciones de compleja solución.

Escuchó a Ana acomodarse e imaginó su figura difusa moviéndose hasta encontrar una posición cómoda en el prestado sillón. Si bien aún no se acostumbraba a su compañía, sabía que desde que Ana se quedaba, él no había vuelto a tener pesadillas.

Once días sin pesadillas. Once ex noches sin la misma puta escena atormentándome, y todo gracias al miedo de Ana de estar sola. Su miedo neutralizando el mío.

8.59 a.m.

9.00 a.m.

Una alarma aguda y ensordecedora la despertó. Él aún sentado en el balcón se había vuelto a entredormir y su cuello agradeció que aquel ruido insoportable lo hubiera sacado de esa incómoda duermevela.

–¿Amaneció?

–No, sigue todo igual… la misma oscuridad.

–Tres horas de electricidad. A las doce horas se vuelve a cortar la energía. El toque de queda sigue vigente. El toque de queda sigue vigente –repitió la voz de uno de los militares a través del megáfono.

Ana se dio vuelta y se desperezó. Julián, inmóvil, con su mirada fija en el cuerpo de ella que se seguía estirando más y más y ese vientre plano y la cintura pequeña y esos labios salidos de otro mundo, o no, tal vez de este…

 

 

Casi un mes atrás, Julián se encontraba sentado en una de las tres mesas dispuestas fuera del café ubicado a la vuelta de la fiscalía. Pidió un apenas cortado como siempre y después de contemplar un poco a los turistas que pasaban cargados con objetos de todo tipo en dirección a las playas, decidió darle un vistazo al diario que el mozo había logrado conseguirle.

En la sección de noticias locales informaban de la intensa búsqueda por parte de la justicia federal del líder de una de las más grandes bandas de narcotraficantes del país que, según altas fuentes confiables, se encontraría en las inmediaciones de la ciudad. El mismo reportero complementaba la falaz noticia al agregar que la asociación ilícita liderada por aquel peligroso delincuente operaría también a nivel internacional traficando no solo drogas sino también todo tipo de armas.

Reparó en que la noticia no era del todo falsa: sí exageraba que los federales estuviesen por detener a aquel jefe, pues todos sabían (inclusive entre los mismos agentes) que la justicia federal no detenía ni condenaba nunca a los narcotraficantes. Todo era negocio, quid pro quo y los altos magistrados con narices empolvadas incapaces de investigar el delito de narcotráfico. Nobleza obliga, pensó Julián, el reportero sí decía la verdad respecto a la variedad de “competencias” criminales y  a las ramificaciones fuera del país de aquella banda.

Lo interesante se encontraba en la página siguiente: las diferentes notas periodísticas informaban de la justicia provincial (y ergo de su trabajo en la fiscalía): colapso judicial –cierto–, bandas criminales dueñas de barrios enteros –indudable–, robos calificados, la policía sospechada de corrupción, liberación de zonas para delinquir –todo eso también cierto y conglobado– y la trata de menores en alza –también verdad y por supuesto conectada con los policías y sus corrupción. Allí los periodistas que escribían tenían toda la razón, aunque en realidad no revelaban nada nuevo. Todo eso se palpaba apenas se salía a las calles de la ciudad moribunda y sucia, con funcionarios que avalaban la basura investigativa que los policías corruptos presentaban con mirada seria y objetiva. Lo importante era la estadística de fin de mes. El falso número de hechos delictivos resueltos por la fiscalía y la policía.

“Lo único importante en esta vida son los números; todo en la vida se reduce a cifras. Sólo putos números.” Recordaba la frase que durante tanto tiempo le había repetido su antiguo jefe siempre que leía las notas de la sección “policiales”.

Julián le dio un sorbo más al cortado y prendió un cigarrillo. Hacía instantes se había sacado la chaqueta de su ambo y la había colocado en el respaldo de la silla que tenía enfrente y ahora no podía dejar de contemplarla e imaginar que aquel pedazo de tela cobraba vida y comenzaba a hablarle.

Abrió su pequeña libreta de tapas negras y comenzó a escribir ideas, divagues, dejando que la improvisación tomase el control de la lapicera de tinta azul, olvidándose de las noticias que acababa de leer y de la soledad que sentía constante y en cualquier lugar.

No habían pasado más de cinco minutos cuando todo el paisaje comenzó a oscurecerse. Julián miró hacia el cielo, y las personas que se encontraban dentro del café salieron presurosas para ver el increíble espectáculo.

Todos miraron hacia el cielo y descubrieron una infinita e imponente nube oscura que comenzaba a cubrirlo. Ocultó al sol en segundos y dejó a la ciudad en una total penumbra.

La mayoría de sus habitantes creyó que aquel fenómeno no era sino tan solo el preludio de un temporal. Los automovilistas comenzaron a circular a gran velocidad por temor a que el granizo abollase la chapa de sus vehículos mientras algunos locales comenzaron a prepararse ante una probable inundación de las veredas y calles debido al desborde de las alcantarillas.

Julián llamó al mozo, que contemplaba absorto el manto gris instalado en el cielo, y le pagó el cortado sin siquiera esperar el vuelto. Fue hasta el estacionamiento de tribunales y, una vez en su automóvil, decidió ir hasta un supermercado para comprar agua envasada y alimentos. No quería que un apagón causado por la caída de postes eléctricos lo agarrase desprevenido y sin comida.

Sirvió un poco de café y fue hasta donde se encontraba Ana. Desayuno continental, bromeó con ella, dándole un poco de café instantáneo en un pocillo blanco. Ella se rió y se quedó mirando hacia la calle, más allá del balcón.

–Lástima que ya ningún negocio abre, nos vendría bien un tarro más de café. No sabemos cuánto va a durar esto.

–Hay que ser un poco optimista, Julián. Tenemos que tener la esperanza de que se va a  terminar pronto.

–¿Esperanza?

–Sí, esperanza.

–Hace rato que ese estado de ánimo no encuentra lugar en mí, Ana.

En la mente de Julián sonaron tres disparos y luego la visión de un adolescente al caer en el suelo irregular y duro. Siempre intentaba recrear esa muerte absurda; su soledad y el pánico que debió sentir al entender que moriría de forma irremediable. El frío en todo el cuerpo y la propia sangre que lo iba circundando en un charco oscuro.

El asesinato de aquel joven y su figura, siempre de espaldas, lo atormentaba por las noches  en sus sueños.

Abrió sus ojos. La vela que se encontraba encendida en el comedor llegaba transformada en una ínfima luz a la habitación luego de sortear el pasillo del departamento.

Una mariposa de ocho alas formada en aquella mancha de humedad en el techo. Pareidolia, tan sólo una molesta alteración de la percepción.

Sus pensamientos iban de un lado hacia el otro sin un orden establecido. Recordó la figura humana que navega por un río verdoso en la pintura “Current”, de Vladimir Kush. No recordaba el tiempo ni tampoco la circunstancia en que había reparado en esa surrealista obra aunque ahora deambulaba por su cerebro, como una idea sin elaborar o un plan a ejecutar. Divagó en la imposible probabilidad de apreciar el cuadro desde otro punto de vista y de esa manera observar el rostro de aquel remero. ¿Encontraría lágrimas en sus ojos pintados? ¿Un profundo llanto de ira por no poder seguir avanzando, por saber que aquel río de fundición era su límite? Nunca llegará a la costa ni estará del otro lado, “del lado de allá”. El pobre diablo rema, a pesar de saber que ya ha pasado el punto de no retorno en su vida y que nunca alcanzará su destino.

La conversión imperceptible del “quiero” al “quise” ser. Aceptación de la prosaica intrascendencia como una constante tortura mental.