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Opinión 12 de abril de 2020

La estrategia contra el virus y sus consecuencias políticas

Panorama político nacional de los últimos siete días

por Jorge Raventos

La presentación pública del Presidente del último viernes sirvió para exhibir los logros de la estrategia adoptada por Argentina para enfrentar el embate de la pandemia global y para refirmar, por esa vía la autoridad del gobierno nacional.

Desde que el rasero del coronavirus empujó a un segundo plano la preocupación por la deuda externa y el riesgo país -dos marcas distintivas de Argentina-, la lucha contra la pandemia pasó a monopolizar la atención pública y se transformó en el eje reorganizador de la situación política.

Emergencia y concentración de poder

En un país constitutivamente presidencialista, el Poder Ejecutivo, como centro operativo del Estado, asumió un protagonismo inexcusable ante la emergencia y la figura presidencial ocupó decididamente el escenario.

La situación excepcional es planetaria y el reflejo centralizador ocurre bajo todos los regímenes: el parlamentarismo sueco debate estos días cómo facultar al primer ministro a tomar per se medidas de urgencia (sea una cuarentena o una prohibición de funcionamiento del transporte público) que normalmente exigirían el debate y el voto legislativos pero que en las actuales circunstancias pueden demandar decisiones expeditivas para ser eficientes.

Este mecanismo de reforzado centralismo decisorio determinado por la amenaza de la pandemia coloca en las zonas más visibles del escenario a quienes cumplen funciones ejecutivas (nacionales o locales) y disminuye relativamente la relevancia de las oposiciones políticas que militan desde el llano o en un cuerpo legislativo, al que el virus recluye en el teletrabajo. Los que pierden protagonismo en ese reparto tienden a irritarse y procuran recuperar la atención mediática sobreactuando. Ven en la concentración riesgos de discrecionalidad y, más allá, de tiranía. En rigor, la sociedad se inclina por considerar que la tiranía es la del virus. Y que para toda tiranía aparece una vacuna.

La centralidad también tiene riesgos

El fenómeno ha sido medido por las encuestas. Dos estudios de la última semana muestran el fuerte ascenso de la imagen pública de dos protagonistas, uno, oficialista (el Presidente) y el otro, dirigente de Juntos por el Cambio (el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta). Alberto Fernández ha incrementado en más de 30 puntos la ya buena colocación que mostraba en diciembre (ahora supera los 80, una calificación absolutamente inusual para un presidente); Larreta mejoró 20 puntos.

Por cierto, habría que leer las encuestas con la conciencia de que en situaciones volátiles la opinión puede ser igualmente volátil. Ese es el riesgo de los protagonismos. Las altas performances están sostenidas por altas expectativas. Y una rajadura en esas expectativas puede conducir a la decepción, que es el motor de los repudios. De pronto la atmósfera de acompañamiento podría encontrarse con un viento maléfico.

El gobierno de Fernández, por ejemplo, ya se topó con una corriente adversa dos viernes atrás, cuando cientos de miles de jubilados se concentraron frente a los bancos convocados con el propósito de que cobraran sus haberes. ANSES, el Banco Central, los bancos involucrados buscaron explicaciones para algo inexplicable: ¿nadie sabía, con toda la información de que disponen, que al menos la mitad de los jubilados no cobran por cajero, que otro porcentaje no puede hacerlo por razones de debilidad personal y que todos, sin excepción necesitaban con urgencia el dinero, razón por la cual se precipitarían todos juntos a las ventanillas si no se los convocaba por turnos y se los informaba adecuadamente?

Esa notable impericia profesional puso en riesgo la efectividad de la cuarentena y el capital político del Presidente.

Su equipo, adicionalmente, incurriría aún en fallas clamorosas. La compra directa de alimentos a precios muy superiores a los que el propio Estado fija como tope, justificada a posteriori con el argumento de que los empresarios “se plantaron” en esa suma, para decirlo con una frase de Talleyrand, “es peor que un crimen: es un error”.

Es cierto que el ministerio de Acción Social, con la misión prioritaria de alimentar a una enorme población necesitada, se topó con el aparente dilema de no hacerlo o aceptar el pago de precios abusivos. Pero en la situación que se vive que ha sido comparada -no tan hiperbólicamente- con una guerra, ese tipo de nudos gordianos se desatan de un tajo: el Estado tiene autoridad legítima y debe usar con prudencia pero con energía el poder que ostenta. No hacerlo debilita ese poder, no solo ni principalmente porque los adversarios saquen partido, sino porque la confianza social es indispensable- siempre, pero especialmente para afrontar un momento tan exigente- y es indispensable que quien encarna esa autoridad retenga esa confianza.

El Presidente enderezó finalmente el rumbo: anuló el pago excesivo, determinó que ninguna compra del Estado se retribuya por encima de los topes que el propio Estado establece y propició el cese de catorce altos funcionarios, responsables directos de la compra

El ejercicio del poder en estas circunstancias puede proporcionar protagonismo y buenas mediciones de opinión pública, pero sobrelleva pesadas responsabilidades y también concentra los reveses que a veces obedecen a ineptitud, otras a granujería, a vicios crónicos del aparato estatal o a tensiones internas: siempre terminan consumiendo el mismo capital.

La autoridad también es desafiada desde la defensa cerrada de un localismo desenfocado o desorbitado. El Poder Ejecutivo tomó razonablemente la decisión de centralizar la compra de insumos estratégicos para la pandemia, dando un corte quirúrgico a una competencia entre distritos que habra coní con algunos sobreabastecidos y otros desprovistos.

El poder nacional ha tenido también que reconducir fenómenos de indisciplina política motorizados por unida aplicación extremada del concepto “primero la salud”. En un caso, fue la actitud de los municipios que deciden clausurar sus límites para perfeccionar el control, con un método que objetivamente expropia atribuciones del poder que pertenecen a las provincias y a la nación.

En otros casos – un ejemplo, pero no el único, es General Pizarro, en Salta- con el argumento de no permitir el paso de extraños al municipio, se impide el tránsito de camiones que transportan mercancías destinadas al consumo interno o a la exportación.

El último viernes, cuando enumeró algunas posibles medidas de administración de la cuarentena, el Presidente señaló que provincias y municipios sugerirán esos procedimientos, deberán proveer en tal caso los protocolos para su eventual aplicación y asumirán, si es así, la responsabilidad de su aplicación. Pero subrayó que la aprobación o no de esas medidas depende exclusivamente de la Nación. A buen entendedor, pocas palabras: Fernández estaba indicando para todos los casos que es el Estado nacional el que manda en la lucha contra la pandemia.

Logros y responsabilidades éticas

En su presentación, el Presidente exhibió los logros de la estrategia seguida por Argentina; se está consiguiendo el objetivo de achatar la curva de expansión de la epidemia y hacer más lenta la velocidad de reproducción de los contagios. Esto se traduce en cifras de afectados y muertos que son marcadamente inferiores a las del resto de la región y, ciertamente, a las de los países que encabezan la triste lista de mayor número de víctimas: Estados Unidos, Italia, España… También se traduce en más tiempo para mejorar el sistema de salud, ampliando el número de camas y de recursos y perfeccionando los procedimientos para el caso de que la cúspide de la epidemia los exija al máximo.

Estas previsiones incluyen detalles delicados. En la órbita del ministerio de Salud se están elaborando normas y protocolos destinados a determinar criterios de asignación de recursos hospitalarios (terapia intensiva, básicamente) en caso de que estos resulten escasos ante picos de demanda por la epidemia (que es lo que se trata, lógicamente, de evitar). La previsión toma en cuenta experiencias como la de Italia, cuando eran los médicos directamente involucrados los que tenían que cargar esa responsabilidad sobre sus espaldas (“Como en la guerra, tenemos que escoger a quién salvar “). Se trata de que un protocolo general decida anticipadamente sobre esa pesada resolución ética, una tarea que el gobierno tampoco quiere dejar en manos exclusivas de funcionarios, sino cruzar con los criterios de epidemiólogos, gerontólogos y figuras de consulta científica y moral.

Para tener un parangón, se puede señalar que en Suecia, el prestigioso Instituto Karolinska (que asigna anualmente los premios Nobel de medicina) instruyó a sus profesionales sobre los criterios de asignación de recursos de terapia intensiva. El protocolo indica que, a la hora de priorizar, no se asignarán cuidados intensivos a los mayores de 80 años, ni a los mayores de 70 con fallas significativas en más de un sistema de órganos ni a los mayores de 60 con fallas en más de dos sistemas de órganos (cardíacas, pulmonares, renales, por caso). El documento – que fue publicado por el vespertino Aftonbladet, de Estocolmo- señala también que en situaciones de emergencia podrían inclusive interrumpirse los cuidados intensivos a quienes pertenecen a aquellos grupos aunque ya los estuvieran recibiendo.

Como se ve, las responsabilidades de laas que hay que hacerse cargo pueden ser dramáticas.

Colocado en el centro del comando y al frente de un Estado que ha sido desarticulado durante años, el gobierno tiene que mantener el timón firme para que el rumbo sea el indicado y tiene que ordenar a la tripulación para que el desorden propio no se sume al desorden que provoca la tormenta sanitaria. Todo un desafío.

Cuarentena extensa y normalidad cambiada

En este contexto Alberto Fernández ha empezado a dar respuestas paulatinas a quienes llaman la atención sobre ese otro virus, el que afecta a la economía. Ha registrado el reclamo de quienes quieren aflojar la cuarentena y las advertencias de los sanitaristas que le aconsejan mantenerla. Y sabe que corre el riesgo de no satisfacer ni a unos ni a otros. Tiene por delante el pronóstico de los epidemiólogos, que vaticinan que el clímax de la epidemia ocurrirá a mediados de mayo y reconoce, asimismo, el diagnóstico de economistas, empresarios, sindicatos y organizaciones sociales, que transmiten el descalabro de la cadena de pagos, la sequía que reina en los barrios pobres, los padecimientos de pequeños comercios, de monotributistas y autónomos que no recaudan, de trabajadores que temen por la integridad de sus salarios y por el colapso de sus fuentes de trabajo. Sabe asimismo que, hasta por razones de salud física y mental, la cuarentena no puede prolongarse con sus rasgos actuales sine die, pero sabe también que decretar un final abrupto de la cuarentena (peor aún si es inoportuno) o crear expectativas en ese sentido puede muy probablemente determinar una peligrosa catarsis pública que genere un retroceso grave en un proceso que está contenido en su evolución.

El timón de Fernández se ha inclinado por un soft landing un aterrizaje pausado y gradual, prudente, controlado (privilegiando siempre el cuidado de los grupos de riesgo: la experiencia mundial indica que las víctimas preferidas del virus son mayores de 70, con dos o más enfermedades crónicas) y extendido en el tiempo en primera instancia hasta fines de abril, pero incluso más allá de mayo. El presidente parece convencido de que algo parecido a la recuperación de la vieja normalidad (un instante que, ay!, probablemente no retornará) sólo puede iniciarse cuando exista una vacuna y cuando pueda garantizarse la vacunación masiva de los argentinos. Habrá, seguramente, una normalidad diferente, que está en proceso de elaboración.

Así, al menos la mitad del período de Fernández transcurriría en un prolongado degradé de la cuarentena. Y, si se consigue volver a encender la economía (la propia y la del mundo) y la negociación de la deuda lo permite, en un sostenido, precario, penoso proceso de convalecencia y recuperación de la actividad y el consumo.

El espectáculo global de la pandemia y sus consecuencias no alimenta fantasías utópicas; más bien, un realismo medido y humilde.

Por ahora la sociedad acompaña.