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Deportes 16 de marzo de 2020

Los sonidos del silencio

Por Sebastián Arana

Pocas sensaciones más desoladoras, en relación al deporte, que las de las primeras impresiones que provoca un partido a puertas cerradas. Peor todavía en un estadio tan grande como el “José María Minella”.

Sin embargo, cuando uno se acostumbra al vacío, puede resultar interesante apreciar los sonidos del silencio, aquellos que están tapados por la habitual efervescencia de los hinchas.

Desde el incesante y monótono zumbido del motor que mantiene inflado al “Tiburón-manga”, pasando por el agudo chillido de los teros desterrados por un par de horas de sus nidos, hasta el estruendo de un fuerte pelotazo o el desliz de un control elegante.

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La espera del inicio del partido se matiza con un poco de música. Desde el pupitre pueden seguirse todas las transmisiones radiales cercanas sin tener una radio cerca.

Hasta la conferencia de prensa del presidente Alberto Fernández anunciando las medidas para combatir el avance del coronavirus en los próximos días.

Ni bien el árbitro pita el comienzo de las acciones, empieza el show de los arqueros. Fabián Assmann, tenso, reparte indicaciones para todos sus compañeros del fondo. “La espalda, la espalda”, grita con insistencia. “Vamos, vamos, a marcar viejo”, pide en cada pelota parada de Racing.

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Javier García, del otro lado, no le va en zaga. Su vozarrón es fácil de identificar. Habla tanto o más que Assmann.

Hasta con el árbitro, desde cuarenta metros. “Dale Fer”, le reclama a Rapallini. Familiaridades que se permiten los jugadores con trayectoria en primera.

El seguimiento a la “radio” de los arqueros es interesante. Cuando el “1” no se escucha es porque sus compañeros están jugando bien. A Assmann, por caso, se lo escuchó poco durante un buen rato del primer tiempo. Los suyos, en tanto, lo tenían totalmente confundido a Racing. Y tampoco a García cuando sus compañeros inclinaron la cancha hacia el arco de Aldosivi.

Con un poco de atención puede escucharse como el césped amortigua un pase que viene de aire, el chasquido de las manos firmes de Assmann para rechazar un remate peligroso, la palma de Guillermo Hoyos que cae con desaliento sobre su pierna cuando Bazzana recibe su temprana amonestación, el vigor de algún defensor que se lleva pierna y pelota y el grito delator del delantero que la recibe.

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El que protesta, desde las tribunas, queda en completo off-side. Y a un colaborador de Aldosivi tuvieron que llamarlo al orden cuando se “sacó” con Rapallini. La disposición era clara: partido era sin hinchas.

Hoyos, con su camperón, nunca tan útil en una noche fresca como la de anoche, se mueve poco y ordena con tonos bajos. Sebastián Beccacece, en cambio, no para de caminar, de gesticular y de gritar. Ni se preocupa por medir sus exteriorizaciones. Como cuando uno de sus jugadores derribó innecesariamente a Grahl cerca del área en el segundo tiempo. “¡La puta madre!, tronó y estrelló una botella de agua mineral contra el piso. O como cuando gritó, desaforadamente, el tercero y el cuarto gol de su equipo.

Muchos de los sonidos imperceptibles y ahogados en un partido de fútbol corriente pueden identificarse en una noche de fútbol a “puertas cerradas”.

Menos uno. El del pasional grito de gol, aunque parta de decenas de gargantas, el único que puede imponerse al silencio y al vacío. Y que anoche se gritó siete veces en un partidazo.