Cuando apenas había cumplido el séptimo mes de gestión, el gobierno de Mauricio Macri ha experimentado el primer cacerolazo de hostigamiento.
No fue obra del antimacrismo, aunque obviamente los opositores más virulentos (ultrakirchneristas, ultraizquierdistas, derecha antipartidos) se sintieron en ese ambiente como pez en el agua.
Por razones tácticas –que no siempre fueron tomadas en cuenta por los más fervorosos- ese activismo disimuló su identidad para permitir que la algarada fuese vista como una acción espontánea de los ciudadanos.
En rigor, hubo una porción de espontaneidad: entre los que protestaban había probablemente hasta votantes de Macri de la segunda vuelta que hoy se sienten decepcionados por estas consecuencias, aunque no pierden la expectativa de que el gobierno rectifique el rumbo.
Un cartel parecía indicar esa presencia: “Macri: no podemos pagarlas”, decía. Nadie que esté en la otra vereda (como es el caso de los opositores virulentos) protestaría con la esperanza que revelaba ese letrero, dirigido a convencer al Presidente de que se ha cometido un error.
Por cierto, hubo consignas que iban más allá del asunto tarifario (desde el “Fuera Aranguren” al “Fuera Macri”), pero esos pujos quedaron contenidos por el crédito que el gobierno mantiene aún en una porción de los quejosos tanto como por los subterfugios de enmascaramiento de los sectores que actúan con la lógica del desgaste y la guerra prolongada.
Se escapó la tortuga
Hoy ya forma parte de la sabiduría convencional la idea de que los aumentos de tarifas (electricidad, gas, agua) eran insoslayables…pero han sido mal ejecutados.
Salvo el kirchnerismo termocéfalo, nadie duda de que el gobierno anterior dejó una herencia horrenda: alto consumo energético cebado por el atraso de los precios y sostenido por subsidios a la larga insostenibles, ínfima inversión, pésimo mantenimiento (impulsado casi exclusivamente por situaciones críticas) y un balance en el que el país pasó de la condición de exportador a la de importador de energía, con el consiguiente dispendio de divisas.
Las condiciones de esta herencia eran bien conocidas antes de las elecciones. El colectivo de los ex secretarios de Energía (un conjunto multicolor, formado por técnicos y políticos de distintas tendencias) venía documentando anticipada y minuciosamente la situación y proponiendo caminos para remediarla, en un ejemplo elocuente de que las coincidencias no son una quimera.
Aunque no convocó a ninguno de esos técnicos (pese a que entre ellos había simpatizantes de Cambiemos), el gobierno dice apoyarse en aquellos trazos. El problema reside en que el paso de los grandes lineamientos a la puesta en práctica requiere su propio arte.
Hay que hacer política
Si el objetivo es llegar a precios que garanticen sustentabilidad genuina, inversiones y crecimiento y avanzar hacia una cultura de ahorro y consumo responsable, es evidente que las mediaciones no se dirimen por la vía fría de modificar un algoritmo. Hay que involucrar a muchos actores, hay que escuchar a muchos interesados, hay que comunicar adecuadamente. Resumiendo: hay que hacer política como sostén de la buena gestión.
Los zigzagueos y traspiés del gobierno tienen que ver con defectos políticos. Hubo -digamos- una previsión imperfecta de los efectos sociales de la actualización tarifaria, ausencia de evaluación previa y, sobre todo, una notoria falta de coordinación entre áreas de gobierno involucradas, algunas de las cuales sólo pudieron reaccionar a posteriori, con parches.
El economista norteamericano John Kenneth Galbraith decía que “la política es el arte de elegir entre lo desastroso y lo desagradable”. Parece claro que, en relación con las tarifas, lo malo no es haber optado por lo desagradable para salir de lo desastroso, sino haber desgastado esa opción por intentarla reiteradamente de modo chapucero. Algunos escritorios son lugares peligrosos para mirar el mundo desde ellos.
El desgaste termina llevando al gobierno a comprometer parte del ahorro fiscal que esperaba y prometía, a alimentar la interpretación que pone al macrismo en el lugar de la insensibilidad social y a generar la impresión de que sólo cede en esa actitud si es obligado por las presiones y las circunstancias. No menos importante, cuestiona un valor que se le asignaba sin demasiada discusión al macrismo: el de poseedor de know how y capacidad para la gestión eficiente. No parece buen negocio cambiar esa valoración por la de ser gente afable que ensaya y corrige sobre la marcha y “es capaz de reconocer sus errores”.
En fin, ha provocado el cacerolazo, que puede resonar como un despertador o transformarse en una campana de alarma.
Cuidar al Presidente
Pregunta: ¿por qué termina siendo el Presidente el pararrayos de esos errores, por qué es él el que debe “zapatear en patas”? Se dice que el gobierno prefirió tener muchos ministros de área específica en cambio de tener un ministro de Economía fuerte. Habría que ver si no es más astuto tener una o varias figuras fuertes en el gabinete, capaces de absorber con envergadura estas situaciones críticas (como lo hace el ministro de Interior, por caso, cuando hay algún cortocircuito con los gobernadores o para evitar que los haya), preservando la autoridad presidencial.
Ya iniciado el segundo semestre, con los pronósticos económicos en recálculo y los plazos previstos en estado de postergación, no conviene derrochar capital político. Aquí también es preferible el consumo responsable.
Horas antes de enterarse de un nuevo ataque terrorista contra su país, el presidente francés, Francois Hollande, soportaba una tormenta político-mediática a raíz de su peluquero personal, a quien mantiene con un contrato laboral del Estado por casi 10.000 euros al mes. La prensa afirmaba que el incidente puede costarle la reelección el año próximo.
Hasta en una Europa atravesada por el huracán de la antipolítica, el retorno de los golpes de Estado, el terrorismo y las tendencias centrífugas, los episodios banales pueden tener consecuencias.
50.000 retratos de Franklin
Parece que en Francia puede suscitarse un escándalo político por un gasto indebido de 10.000 euros. La estragada sensibilidad argentina difícilmente se sienta interpelada por una suma de apenas cuatro ceros. Por aquí hay que mostrar contadoras de billetes que trabajan interminablemente, llenar bolsos con ladrillos de 10.000 dólares hasta pasar los cinco millones o guardar meticulosamente tocos inalterados recién salidos de la Reserva Federal para que se mueva el amperímetro.
Cabe inclusive la posibilidad de que, de tan repetidas, estas acciones y estas cifras pronto dejen de conmover.
Pero todavía asombran.
Y visualizar los casi cincuenta mil retratos de Benjamín Franklin confinados en una caja de seguridad bancaria de una joven de sólo 26 años de edad y sin oficio o profesión reconocidos (que es, además, la hija menor de la última presidente) pasma, sobrecoge, turba y perturba.
Si bien se mira, los revoleos y escamoteos dinerarios del mundo K terminan neutralizando los esfuerzos del propio activismo kirchnerista, que quiere convertir en blanco de la furia pública al presidente Macri, culpándolo por las improvisaciones, idas y vueltas de algunos de sus funcionarios. La atención pasa unos segundos por ese punto, pero termina atraída por los episodios diarios de la serie Corrupción de Estado.
El Gobierno haría bien si aprovecha ese sosiego para corregir con audacia los errores e indecisiones que ya le costaron su primer cacerolazo.
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