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Opinión 15 de febrero de 2020

¿Cómo disminuir las prácticas violentas?

Por María Belén Berruti (*)

Comenzar por asumirnos como parte del problema, como quienes construimos sentidos sobre lo que está bien y lo que está mal, de lo que es preciso valorar y por ende cuidar y de lo que no podemos tolerar. Si comprendemos que esos sentidos no son universales, sino que dependen de nuestra posición social, de género, de nuestra edad -entre otras cuestiones-, entonces comprendemos que, para intervenir adecuadamente en esos mundos diversos de sentido, primero tenemos que conocerlos lo mejor posible.
Otro desafío es reducir la incoherencia entre nuestros pronunciamientos y nuestras prácticas, entre el modo en que evaluamos nuestros comportamientos o el de los grupos a los que pertenecemos y el modo en que evaluamos la conducta individual ajena o de grupos distintos al nuestro.

“Dime a qué grupo perteneces…”

Tendemos a atribuir las acciones violentas de personas que no pertenecen a nuestro grupo a características de la persona o grupo, entonces decimos: “Es una persona violenta”, “ellos son todos violentos”. En cambio, explicamos por circunstancias ajenas a la persona, la conducta efectuada por alguien que pertenece a nuestro grupo, justificando su conducta: “cualquiera hubiera reaccionado así en esa situación”.
Sabemos que las personas no somos esencialmente buenas o malas, sino que, como agentes constructores de sentidos, hacemos cosas– que con o sin intencionalidad- pueden cuidar la vida o pueden dañarla.
En cada grupo del que participamos, construimos sentidos que hacen que la vida y la libertad de vivirla se puedan perder, a causa de una mancha en la camisa, o que un cordero arrojado a una piscina desde un helicóptero, nos resulte divertido.

El sentido común abona la idea de que existen personas mejores que otras, las decentes y dignas de respeto y las que pueden aniquilarse material o simbólicamente sin que se nos mueva un pelo. Lo distinto puede ser percibido como amenaza o como oportunidad para el enriquecimiento mutuo. Lo distinto-amenazante, es regularmente expulsado por métodos violentos (desprecio, aniquilación física, exclusión, lo que sea que ese grupo haya articulado como practica legitima de impugnación). Las diferencias entre grupos en competencia, también pueden constituir desigualdad social, entonces nos encontramos con un diseño social propicio para el desarrollo de prácticas violentas.

“Enseñando a matar”

Cuando legitimamos la importancia de competir para demostrar que somos mejores y que podemos hacer nuestro deseo sin límites: estamos enseñando a matar. En nuestra incapacidad de vernos como parte del problema, externalizamos la culpa/responsabilidad, entendemos la conducta criminal como algo excepcional y monstruoso siempre que sea protagonizado por alguien de un grupo antagónico. Sin embargo, realizamos casi sistemáticamente, acciones potencialmente dañinas. La crueldad con los animales, las conductas destructivas con los objetos, las “bromas pesadas” que toman a alguien “de punto.
Pudimos visibilizar las violencias por razones de género como un problema de salud pública y de derechos humanos, como un fenómeno complejo, imposible de combatir sin el compromiso de todos los sectores sociales. Comprendimos que el machismo no solo nos mata a nosotras: la violencia física y sexual entre varones en ámbitos deportivos se venía denunciando en las redes sociales y a través de investigaciones sociológicas, sin demasiado impacto en la opinión pública. Las golpizas en patota se venían llevando la vida de adolescentes y jóvenes sin que nos hayamos despertado y avergonzado como sucede hoy. Exigimos justicia por las muertes a la par que legitimamos la violación sexual como acción disciplinadora en los contextos carcelarios. Se fantasea con los “machos violentos” convertidos en mujeres dominadas, porque el mejor castigo es ubicarlos en un lugar de inferioridad: el lugar de lo femenino en la estructura de poder.

Masculinidad, ¿qué masculinidad?

Las violencias causan muertes fundamentalmente de personas jóvenes, se ve en las estadísticas tanto de suicidios, feminicidios como de homicidios de varones. Los agresores son mayoritariamente varones, incluso ellos se suicidan más que nosotras. Eso no significa que todos los varones tiendan a ejercer violencia, pero sí que algo de la construcción de la masculinidad socialmente reconocida como tal, con sus variaciones de contexto, estimula o exige el despliegue de esas conductas.

Cuando estamos en grupo observando que alguien que está sufriendo, se diluye la responsabilidad individual entre quienes oficiamos de testigos. Entonces, nadie ayuda. Sólo basta la presencia de alguien que pueda resistir a la norma grupal, e incluso revelarse a una orden reñida con sus valores morales, para hacer la diferencia : la piba le hizo RCP y otras salieron de testigo.

Los mundos que habitamos fueron diseñados por varones, a la medida de los varones, según sus reglas y códigos marcados por jerarquías excluyentes. Tenemos la oportunidad diseñar otras formas sociales, otras formas de hablar y de relacionarnos entre los géneros y las generaciones. Podemos comenzar por cuidarnos mejor. Cuidar mejor implica también comprender estos fenómenos en los contextos sociopolíticos específicos, para explicar cómo es que las personas desplegamos un comportamiento que lesiona severamente nuestra vida. Toda conducta dañosa contra un individuo impacta en sus grupos de referencia, de manera que tenemos un problema cuyo costo material y subjetivo es prácticamente incalculable. Tal vez en relación a los femicidios, hemos comenzado a entenderlo, pero sucede con otras muertes violentas, donde también es crucial comprender sus variaciones según el género, la clase social, la edad, etc.

Prevenir implica acciones de actores específicos, muchas veces antagónicos, que deben poder dialogar en base a conocimientos seguros, sin mezquindades. Entonces una de las claves para prevenir las violencias, sería crear las condiciones para que podamos encontrarnos genuinamente de una buena vez y animarnos a actuar como esa adolescente que se opuso a la presión grupal, incluso cuando parecía que ya no había nada por hacer.

(*) Licenciada en Psicología, integrante del Equipo de ACTIVAS (Programa Universitario de Acción Colectiva para la Transversalización de la Perspectiva de Género y la Erradicación de la Violencia Machista de la Facultad de Psicología. UNMdP).