La mesa está servida
Arte y comida redoblan un diálogo que reinstala los debates sobre la creación.
Obra de Darren Bader en el Museo Whitney de Nueva York.
Cocktails y platos inspirados en la colección de un museo, manjares atípicos que forman parte de una performance, retratos realizados con carne cruda o pan: el vínculo entre arte y gastronomía es tan antiguo como las pinturas de naturalezas muertas pero alcanzó su paroxismo desde que el artista italiano Maurizio Cattelan pegara una banana en una feria de arte -luego vendida en 120.000 dólares-, una apuesta que redobló el Museo Whitney desde que exhibe, sobre pedestales, frutas que se sirven al público como ensalada.
La diferencia más notable a lo largo del tiempo refiere al pasaje de la comida como un “motivo” en el arte a la comida como una “forma” de arte, es decir, de los bodegones en óleo, las naturalezas muertas y los rostros de Arcimboldo pintados con toda clase de frutas, a los cuadros de Mondongo hechos con carne cruda o chicles; las performances de Nicola Costantino con bocaditos para degustar e incluso un restaurante pop-up como parte de una instalación en un espacio de arte.
Sin dudas, las obras de arte y la gastronomía son una forma eficaz de vincular a la audiencia con el placer para los sentidos, pero ¿Cuántas metamorfosis pueden atravesar las interpretaciones de la comida en su vinculación con el universo del arte? O mejor: ¿Cuántas lecturas posibles podemos obtener, o los artistas sugerir, cuando los alimentos adoban la creación de una obra de arte?
“En tanto hechos culturales, la comida y el arte están ligados a la historia de los hombres, al pasado y al presente, a la experimentación y a la innovación, a los sentidos y las emociones. Desde siempre el arte y la comida cruzan miradas, revelan hábitos alimentarios de épocas y sociedades, afirman la identidad y dialogan con la extrañeza, nos nutren en sentido propio y figurado”, explica la autora Graciela Audero en su libro “Arte y comida” (Eudeba).
El colectivo de artistas argentinos Mondongo -ya su nombre alude al popular guiso- realizó diferentes obras con comida: una serie de escenas de sexo explícito modeladas con galletitas Sonrisas, Melba, Oreo y Manón; el rostro del papa Juan Pablo II con ostias y la figura de Eva Perón con panes. Incluso intentaron hacer un físicoculturista con salchichas, que nunca prosperó.
También experimentaron con carne cruda, ciervo ahumado y quesos: “Cuando hicimos la serie de carnes fue muy violento. Si funcionaba, si realmente tenía algún impacto, sabíamos que iba a ser violento hacer cuadros con carne, cuando en este país la mitad se moría de hambre”, dijo Manuel Mendanha, integrante del grupo junto a Juliana Laffitte.
Exponente del movimiento Eat Art, el artista francés Laurent Moriceau presentó en 2007 en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), una obra que duró minutos: una escultura-calco de sí mismo, tamaño real, de chocolate, una inmensa “golosina” que Marta Minujín partió para que el público degustara; justamente ella, reina indiscutida del arte participativo, quien realizó en los años 70 el Obelisco de pan dulce.
También de Francia, el colectivo La Cellule, de las artistas Stéphanie Sagot y Emanuelle Becquemin, realizaron en 2010 una instalación de arte comestible en la Alianza Francesa, “It’s such a candy world!” con alfajorcitos, dulces y caramelos. Tal vez el frenesí del público por saborear o engullir hizo pasar por alto la intención de la exposición, que buscaba replantear la cosificación de la mujer y la idea de sumisión, hasta llevarlo al ridículo.
Más acá en el tiempo, muchos recordarán la polémica desatada cuando el ministro de Cultura porteño, Enrique Avogadro, participó en 2018 de la inauguración de una feria de arte en Palermo, donde el colectivo rosarino Pool y Marianela lo invitaron a degustar una porción de una torta extra large con la forma del cuerpo de Jesucristo recostado, parte de su performance “Jesus Cake“.
En esa línea, el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid viene cosechando una larga fusión entre arte y comida: además del festival de gastronomía que celebrará durante febrero con visitas guiadas por las salas siguiendo un recorrido de temática culinaria, publicó el año pasado el libro “El Thyssen en el plato“, un recetario configurado por 25 platos de chefs que se inspiraron en alguna pintura de la colección.
En diciembre pasado, en la feria Art Basel de Miami, el enfant terrible del arte contemporáneo, Maurizio Cattelan, exhibió una banana pegada a la pared con un trozo de cinta plástica, titulada “Comedia” y vendida como una escultura por 120.000 dólares.
Por estos días y hasta el 17 de febrero, en el Museo Whitney de Nueva York, se exhibe una obra de Darren Bader que consiste en una serie de frutas frescas sobre pedestales -“esculturas impecables de la naturaleza”, según el artista- que, una vez maduradas, son convertidas en ensalada de fruta y ofrecida a los visitantes. Mientras tanto, la obra se “refresca” una y otra vez con una nueva selección de frutas.
Bader crea una experiencia visual y participativa a partir de objetos cotidianos -como continuación de su larga investigación sobre el legado de Marcel Duchamp y sus Readymades- pero además “indaga en el arte como concepto, como lenguaje y como mercancía”, según la curadora Christie Mitchell, quien define la premisa de esta muestra “absurda pero sincera”.
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