Por Enriqueta Barrio
Primero que nada, el silencio. Profundo, hondo, en el que todos los sonidos quedaban suspendidos en el aire, sonando casi de otro mundo, tan distintos a como se los oía en la ciudad. Viniendo de un departamento de tres ambientes urbano, con balcón saliente a una de las avenidas más populosas, en la que los colectivos, los bocinazos, las marchas de protesta y los festejos de triunfos se sucedían diariamente, ese silencio abrumador en la casa de la tía la obligaba a escuchar sus propios latidos, paralizándola.
Se sentó en el sillón de pana verde, cerró los ojos, y recorrió ese mundo lleno de pacífica actividad con su mente en blanco, entregándose a los sentidos dulcemente. Las altas ramas de los eucaliptus, mecidas por el viento, crujiendo como mueble viejo, flexibles y cantarinas, jugando con el anverso y reverso de sus hojas. El péndulo del antiguo reloj de pie en la amplitud de la sala, en la que paradójicamente el tiempo parecía detenido; y el sonar apagado y lejano de una campana cada media hora y a la hora en punto. Acomodó su respiración al ritmo de los segundos un rato, enseguida se olvidó y el paseo auditivo la llevó a la cocina. Allí siempre había un borboteo lento, un volcán en erupción controlada, lanzando suspiros de vapor desde la olla de hierro, de cocciones largas y pacientes, la antístesis de la comida rápida con la que se alimentaba a diario. Olió, inmóvil desde el sillón, la delicadeza de la hoja de laurel liberando de a poco su fragancia en el hervor persistente. Fue con su mente a la habitación de piso parquet largo, rasqueteado y encerado siempre, con los patines tejidos al crochet deslizándose sigilosos; la cama ahora vacía de la tía Dominga. Nada más placentero que las sábanas planchadas y frescas, sin una arruga, y la frazada tejida a mano, consolándola en sus penas de amor adolescente. Dos pájaros peleándose en la ventana, quien sabe por qué, mantenían un diálogo impaciente, lleno de reclamos y acusaciones. Abrió un ojo y los vio; uno le daba la espalda al otro y este se acercaba reclamándole algo a los chillidos. El primero perdió la paciencia y levantó vuelo. El otro lo siguió al instante, para seguir acusándolo. Si habrá pasado momentos así, chillando y persiguiendo para seguir chillando y persiguiendo.
El sol tibio de la media mañana le acarició las piernas, y bañó toda la estancia de dorado. Calentó los fríos pisos de mosaico, que huelen a lo lejos, muy a lo lejos, a kerosene. La voz de la tía Dominga sonó en su cabeza, clara y presente, hablando de las virtudes de este combustible para hacer brillar los pisos, mientras sus piecitos envueltos en pantuflas de abrigo, vuelan atareados a prepararle la merienda. Los cuadros eternos en las paredes, con esos paisajes en los que se había imaginado corriendo, durante las siestas de verano, llenas de magia y misterio, mientras los ronquidos de los adultos se unían al péndulo creando ritmos y canciones; y el polvillo flotando en el aire dibujaba imágenes oníricas.
Abrió los ojos y volvió a la realidad. Como en una obra de teatro, la historia llegaba a su fin y el telón pesado y polvoriento, se cerraba lentamente. Guardar todo eso solo para ella, sabiendo que a nadie le importará el amor que dejó en ese diván, los miedos que ahogó tras la biblioteca jugando a la escondida, la dulzura de las manos de la tía Dominga secándole las lágrimas.
Se puso la campera y salió cerrando la puerta despacito. Subió al auto, lo puso en marcha y arrancó. Por el espejo retrovisor vio la casa en el medio de la nada, sola y silenciosa, elevarse en el aire tibio del mediodía campestre y romperse en mil fragmentos dorados, que cayeron como lluvia. Sacudió la cabeza y enfocó la mirada en la ruta. Para adelante, se dijo, siempre para adelante. Papelitos dorados se soltaron del espejo lateral y corrieron libres, perdiéndose en el cielo de la Pampa, livianos y sencillos como el corazón de la tía Dominga.
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