Por Enrique Arenz
Atardecía el 24 de diciembre de 1972 cuando el cielo de Mar del Plata se cubrió de nubarrones y el aire tibio se estancó en una quietud densa y sofocante. Se vino la oscuridad y con ella las primeras notas de la sinfonía de Dios, espaciadas y cristalinas al principio; diluviales y fragorosas poco después. En menos de media hora se inundaron todas las calles de tierra del barrio.
A eso de las siete arreciaron los relámpagos atronadores, y enseguida ráfagas huracanadas hicieron mugir las frondas de los eucaliptus. “Appassionato con fuoco”, anotarían en la partitura Mahler o Stravinsky.
Era nuestra primera Nochebuena de casados. Mis padres y mis suegros se disputaban nuestra presencia, pero aún no decidíamos a qué casa ir ni teníamos teléfono para anticiparles lo que haríamos. Pero ahora, con el lodazal que nos rodeaba, era impensable salir de casa en nuestro desinflado Citroën. Nos quedaríamos solos esa víspera de Navidad, lo que no estaba nada mal para una pareja de recién casados.
A las ocho el barrio quedó sin electricidad, y nosotros, incitados por la luz de las velas y el arrullo de la lluvia, languidecimos melosos en la sensualidad de los mimos. Los dos somos creyentes, por eso nos encantó aquella sinfonía de Dios, una sinfonía con timbales, cuerdas asordinadas, chimeneas que aúllan y multitud de instrumentos misteriosos que armonizan su arte bajo la batuta del Todopoderoso. Este tipo de tormentas son muy raras en Nochebuena, y, según una leyenda, siempre preanuncian algún acontecimiento sobrenatural.
El arbolito de Navidad rezumaba tristeza con sus luces apagadas. Pusimos entonces una pequeña vela junto al pesebre que estaba debajo. El ángel, que contemplaba la cuna todavía vacía, nos agradeció con algunos destellos dorados.
En la heladera había una botella de champaña, pero casi nada para comer. ¿Qué hacemos?
—Muy sencillo —le dije a Carla—, me pongo las botas y el impermeable y me voy a la despensa a comprar algo.
Carla, sensata y más juiciosa que yo, intentó disuadirme: cables cortados, chapas arrancadas por el viento, ¡estás loco salir con una noche así!
—No te preocupes —la tranquilicé—, son apenas tres cuadras. En diez minutos estoy de vuelta. Llevo la linterna.
Afuera la tempestad ya no se parecía a un concierto: daba miedo caminar por esa cenagosa y centelleante negrura; las botas se hundían y costaba retirarlas para dar un nuevo paso. En el comercio no había un alma. Un farol a querosén dejaba ver apenas la cara compungida del despensero. Compré un pollo rostizado, un poco de ensalada rusa y algunas golosinas navideñas. Me levanté la capucha y me introduje otra vez en el infierno.
Cuando llegué a la esquina de mi casa alumbré con la linterna el cartel indicador para asegurarme de que ésa era mi calle.
En ese instante me encegueció un intenso resplandor seguido de un estruendo terrible que me hizo tambalear y caer de bruces sobre la acera. Seguramente un rayo que cayó sobre algún árbol cercano. Quedé atontado unos segundos, pero enseguida me levanté, doblé la esquina y caminé la media cuadra que me faltaba. Ahora con el viento en contra, tenía la cara empapada y una mano invisible sobre el pecho que no me dejaba casi avanzar con sus empellones.
Cuando creí que había llegado a mi casa, el haz de la linterna se perdió en la vastedad de la lluvia: allí no había más que un baldío erizado de cardos y cicutas.
* * *
Carla ha comenzado a preocuparse por la demora de Adrián. Hace veinte minutos que salió para la despensa y ya debería haber regresado. Se estremece cuando trepida un rayo cercano. Pierde la calma: Dios, es Nochebuena, no permitas que le pase nada malo. Está tan asustada que se reprocha haberlo dejado salir. Voy a buscarlo. Se cubre con lo que encuentra a mano y se lanza a la calle en dirección a la despensa.
Apenas dobla la esquina los incesantes relámpagos iluminan un cuerpo inmóvil caído boca abajo. Por las botas anaranjadas sabe que es Adrián. Grita. Se arrodilla en el lodazal, lo sacude. Advierte horrorizada que no respira ni tiene pulso.
Con esfuerzo lo pone boca arriba y comienza a hacerle desesperadas maniobras de reanimación. Dios, no te lo lleves ahora, por favor, no me lo quites. Oprime rítmicamente el pecho del muchacho con ambas manos sobrepuestas, mientras la lluvia se vuelve más y más torrencial. Una violenta ráfaga la arroja a un costado, cae de espaldas y casi al mismo tiempo oye el crujido de madera astillada y ve la negra sombra que, como una manta gigante, viene bajando hacia ella.
* * *
No encontrar mi casa me perturbó. Volví a la esquina, desanduve mi camino unos metros, regresé, no sabía qué hacer. Un refucilo en el horizonte recortó una silueta que venía hacia mí. La enfoqué con mi linterna y exclamé:
—¡Carla! ¿Qué hacés acá?
—¡Adrián! ¿Qué te pasó? Gracias a Dios que estás bien.
—Me demoré porque… ¡me perdí, aunque no lo creas! Es que cayó un rayo cerca y quedé aturdido.
—Pero Adrián, si nuestra casa está ahí nomás.
—¿Es para allá? ¡Cómo me desorienté!
En la casa había vuelto la luz. Inexplicablemente, porque afuera no se veía un farol encendido. El arbolito lucía sus colores luminosos. Nos duchamos, cenamos y brindamos. A las doce llevamos al Niño Jesús a la cunita de musgo mientras cantábamos el Adestes fideles con emoción casi litúrgica. Luego intercambiamos nuestros regalos de Navidad y nos sentamos en el sofá de la sala con una grata sensación de plenitud.
Ninguno lo mencionó, pero los dos esperábamos algo.
Y sucedió, sin que ninguna alarma o sorpresa alteraran en lo más mínimo nuestra paz de aquella ajetreada noche. De la nada apareció ante nosotros el angelito dorado del pesebre, evanescente, fulgurante y con la estatura de una persona. Extendió su brazo para señalarnos la puerta de calle. Salimos de la casa con lo puesto, pero el diluvio no nos mojaba ni el vendaval nos sacudía. La sinfonía de Dios sólo acariciaba nuestras almas, y nos revelaba que éramos los elegidos para el suceso extraordinario que preanuncian las infrecuentes Nochebuenas borrascosas: el tránsito hacia el reino de la Navidad perpetua, un lugar mágico donde el milagro de Belén no cesa jamás.
No me pidan que describa esa magnificencia porque no hay lengua humana que lo permita. Sólo diré que estábamos deslumbrados, tanto que ni nos acordamos del mundo que acabábamos de dejar atrás. Nuestro ángel nos acompañó en silencio y claramente complacido. Pero de repente cambió. Lo notamos confundido y vagaroso. Se fue y volvió. Vaciló. Hasta que por fin nos interpeló con gesto adusto: ¿Pensaron en sus padres?, nos preguntó en tono de reprimenda; y dirigiéndose a Carla: ¿Olvidaste que tenías pendiente un test de embarazo? Se los diré de una vez: éste no es su tiempo, y esta tormenta de Nochebuena no era para ustedes. Al salir de tu casa fuiste temerario, Adrián, y tu imprudencia provocó un error que tendremos que reparar. Veré cómo los hago regresar.
* * *
Recordarán que cuando yo volvía a casa las ventoleras de frente me parecían los empellones de una mano invisible sobre mi pecho. Pero no era el viento, era Carla que me practicaba reanimación cardiopulmonar bajo la lluvia. Gritó de alegría cuando volví a respirar y abrí los ojos. Me ayudó a incorporarme y me sujetó por la cintura mientras nos íbamos a casa.
Cuando nos alejábamos, una ráfaga desgajó un añoso pino y una rama gigantesca se desplomó justo en el lugar donde habíamos estado segundos antes.
Diciembre de 2019.