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Interés general 14 de diciembre de 2019

Historias de Barrio: Viudo

 

Por Enriqueta Barrio (*)
La parra había creado un techo que daba sombra y frescor al calcinante verano. Colgaban los racimos transparentes, con sus uvas sudadas que mostraban sus venitas a trasluz. Colgaban voluptuosas, llenas y pesadas, explotando de dulzor y madurez. La planta se enredaba en los alambres y se hacía más tupida conforme avanzaba el verano, como si entendiera su misión. Bajo ella, una mesa circular de cemento gris y frío, rodeada de bancos del mismo material que acompañaban la circunferencia, adornados con trozos de azulejos rotos colocados con cierta intencionalidad, digamos, artística. La vio pasándole un trapo a la mesa y quejándose de la tierra que levantaban los autos al pasar. Sacudió la cabeza y la sacó por un ratito de su mente, sabiendo que en nada iba a volver. Manuel, el loro con el que convivieron tantos años y que nunca más habló desde que ella se fue, pelaba semillas de girasol con asombrosa habilidad. Él le dijo, por costumbre, “¡Viva Perón, Manuelito!”. El ave lo ignoró. No era lo mismo ser un loro peronista sin ella en el patio. El zumbido de las abejas, golosas en la parra, acompañaba el fluir del agua que salía de la manguera en un fino chorro incesante, que inundaba los canteros. En el piso de lajas desiguales y eternas, el caniche de la casa, Gipsy, gruñía en sueños.

Quizá también soñaba con ella como si aún estuviera allí, pensó él. Abrió la cortina de listones de plástico que protegía la casa del sol abrasante y de las moscas y sacó la pava y el mate; los dejó en la mesa de cemento. Del bolsillo trasero del pantalón de trabajo tomó un peine y estiró sus ralas sienes que coronaban la brillante pelada. Se miró sin verse en el espejo redondo con marco de plástico que estaba sobre el piletón y silbó suavecito un aire popular, triste y cadencioso. Se acercó al loro y le acarició la cabecita como lo hacía ella, con esa mano dulce y cariñosa que tanto extrañaba. Se cebó un mate. Cuarenta y tres años tomó de sus mates todas las mañanas y nunca más volverían a ser así de ricos. Cuarenta y tres años en los que no se había dado cuenta, como se daba cuenta ahora, de que había sido tan feliz.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora
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