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Cultura 4 de julio de 2016

El auto fantasma

Por César Rodríguez Bierwerth

Al sur de Córdoba, desde el altillo de su casa, Guillermo observaba la carretera hasta altas horas de la noche. Su madre le decía: “andá a dormir que ya es tarde”, y él le contestaba “ya voy, ya voy”, pero se quedaba un rato más repitiendo en voz baja para sí mismo: “ya la voy a ver pasar”.
Extraños testimonios y reportes que daban referencias de un hecho casi sobrenatural llegaban en forma coincidente desde varios lugares del país. La situación descripta no parecía tener lógica ni por su naturaleza, ni por la simultaneidad cronológica de los relatos.
Un trabajador rural de la provincia de Santa Fe, el encargado nocturno de una estación YPF de una ruta patagónica, un vendedor de pelotas de plástico en la entrada de Bell Ville, dos policías bonaerenses en un móvil oficial por ruta 8, un puestero que vendía naranjas en las afueras de San Pedro. Todos señalaban lo mismo. Una coupé Dodge GTX circulaba por la ruta absolutamente vacía, sin siquiera conductor al volante.
El acontecimiento aparentemente irreal despertó con el tiempo la curiosidad de parte de la prensa. Un automóvil de la década del ’70 surcando los caminos sin chofer parecía poco menos que una historia de “La dimensión desconocida”. Un elemento llamativo era también el hecho de que quienes afirmaban haber visto a ese auto, sostenían haberlo observado pasar a la misma hora de la misma noche en puntos tan distantes como Salta o Río Negro. Así fue como diversos programas periodísticos, luego de recopilar testimonios de campesinos y lugareños que afirmaban haber avistado a la coupé, comenzaron a enviar a sus noteros a esas mismas locaciones en un fenómeno mediático que a muchos les recordó aquellos informes de José de Zer en Nuevediario buscando extraterrestres cuando inmortalizó su frase “¡Seguime, Chango!”. De tal manera los medios sensacionalistas comenzaron a referirse al fenómeno como el caso de “El Auto Fantasma”, y se volvió habitual ver en los informativos de la tarde a sujetos que desde arriba de un tractor o montados a caballo juraban que la noche anterior habían escuchado rugir un motor en el silencio de la oscuridad, y al mirar la ruta constatar que se trataba de una GTX negra sin nadie adentro de su habitáculo. El misterioso automóvil jamás estaba detenido ni cargaba nafta, sólo lo veían pasar a altas velocidades.
Desde ya que para la gran mayoría de la gente que consumía los informes televisivos y de diarios sensacionalistas, todo ello no era más que un mito que nada tenía de realidad. Y la creencia generalizada del común de la población era que aquella pobre gente que jamás hubiese tenido una cámara de TV enfrente, no tenía más que llamar a los noticieros jurando haber visto al “auto fantasma”, para transformarse aunque sólo sea por un día en una celebridad local. Sus cinco minutos de fama.
Con el correr de las semanas y ante la falta de evidencia en fotos o imágenes filmadas que registren el paso de la GTX, todo aquello dejó de ser noticia para los medios y si bien cada tanto se sumaba algún testimonio nuevo de avistaje, las cadenas de TV y los diarios dejaron de cubrir el fenómeno que para casi todo el mundo nunca dejó de ser una fantasía destinada a llenar espacios vacíos de los noticieros. Es simple: la gente no cree en aquello que no ve.
Muy lejos de todo ese brillo mediático, en un pueblo del sur de Córdoba llamado Alejo Ledesma, había alguien que no perdió su fascinación por todo lo relacionado con la coupé fantasma. Guillermo vivía solo con su madre y un perro sin raza llamado Piluso en esa pequeña localidad. Cuando 30 años antes Guillermo nació sin sus extremidades superiores por una enfermedad congénita, su padre los abandonó a él y a su mamá y nunca más volvió por Alejo Ledesma. El hecho de no tener brazos nunca hizo que Guille se sienta una víctima y desde pequeño siempre había mostrado gran interés por sus dos pasiones: la pintura y los autos clásicos. Así fue como aprendió a pintar con la boca y desarrolló una excelente técnica que hizo que muchas de sus obras sean incorporadas al catálogo de asociaciones de “pintores sin manos” que lo sabían incluir en sus calendarios anuales. Ya sea con tinta china, témpera, acuarela, acrílico u óleo, la temática recurrente eran aquellos autos que tanto lo fascinaban. Las paredes de su cuarto estaban pobladas de sus obras que graficaban con maestría las figuras de Torino, Chevy, Falcon, camionetas y sorprendentes Hot Rods. El poco dinero que ganaba con sus trabajos ayudaba a la austera economía doméstica, sumándose a lo que ganaba su madre que trabajaba en el bufet de una de las estaciones de servicio de la entrada del pueblo, desde donde le llevaba a su hijo cuanta revista saliese con fotos de aquellos autos que Guille amaba para que luego él los copie en sus cuadros.
Guillermo no salía demasiado de su casa, pero volaba con la imaginación desde el altillo con vista a la lejana ruta. Quizá se imaginaba a sí mismo manejando con fuertes brazos alguno de esos autos que veía pasar a gran velocidad.
Una noche mientras cenaba con su madre, le dijo: “hoy no me pidas que apague la luz del cuarto. Tengo que terminar mi obra maestra”, y se echó a reír. Su mamá lo miró al perro Piluso que estaba sentado al costado de la mesa como siempre esperando ligar algo de comida, y exclamó: “hasta el perro ya se lo imagina, estás pintando al auto fantasma ese que salía en los noticieros, algo imposible, un auto que andaba sin conductor”, a lo que Guille respondió: “claro, tan imposible como un artista plástico que pinta cuadros sin tener manos…ja ja, pero esta noche seguro que lo termino”. Así que luego de cenar, el muchacho cordobés subió al altillo y a eso de las 2 de la mañana dio sus pinceladas finales a su cuadro de una GTX negra que levantaba polvareda por una carretera.
Cuando por fin puso su firma sobre el lienzo con el pincel apretado entre sus dientes, Guillermo sintió que Piluso ladraba y corría hacia la puerta de la casa. Segundos después comenzó a escuchar que desde la vereda provenía el inconfundible sonido de un motor V8 regulando. Se asomó a la ventana de su cuarto y bajo las estrellas de esa noche vio algo que había soñado por mucho tiempo: una majestuosa Dodge GTX negra que brillaba bajo la luna justo en la puerta de su casa, detenida pero con el motor en marcha. Sus pulsaciones se aceleraron y bajó corriendo la escalera hasta la puerta de calle mientras su corazón palpitaba y su cuerpo transpiraba como nunca antes. Con su rodilla izquierda abrió la puerta y su perro salió de la vivienda antes que él. Una vez en la vereda se detuvo frente a la figura que acababa de plasmar en un lienzo y ahora veía en vivo y en directo: el auto fantasma que regulaba como una sinfonía con su motor V8 mexicano.
Tal como Guillermo intuía, nadie se encontraba en la coupé, que ronroneaba en el lugar con las luces encendidas. Las lágrimas comenzaron a asomar en los ojos del joven artista cordobés, y en voz baja mirando los brillantes faros delanteros del Dodge como quien mira a un amor largamente esperado le dijo: “sabía que existías”.
La enorme y pesada puerta izquierda del auto hizo clack y se abrió sola, con solemnidad, invitando a Guillermo a subir. El muchacho sin brazos no lo dudó ni un instante. Entró a la GTX y se sentó al volante en la mullida butaca principal. La puerta se cerró con perfección. Dentro del vehículo Guille lo miró a Piluso que observaba la escena desde la puerta de la casa y le dijo: “cuidá de mamá hasta que yo vuelva”.
Las inmensas ruedas traseras de la coupé traccionaron y en pocos segundos el auto fantasma y su conductor se perdieron en el nocturno horizonte de la ruta 8.
Pocos segundos después la madre de Guille recién levantada, salió a la vereda y solo vio unas marcas de cubiertas en el asfalto como si hubiese habido un burn out en la mismísima puerta de su casa. El perro Piluso la miraba como queriendo explicar lo sucedido, pero no hizo falta. La mujer subió al altillo en el cual solía pintar su hijo y sobre la mesa de trabajo vio una pintura reciente en la cual se veía a una Dodge GTX conducida por un joven de brazos musculosos que mordía un pincel y sonreía de costado.
De allí en adelante la encargada del bufet de la estación de servicio de Alejo Ledesma se dedicó a recopilar recortes periodísticos aparecidos en diarios nacionales y en internet que daban cuenta de un artista argentino que exponía sus obras en los mejores museos de arte del mundo, el MoMA de New York, el Reina Sofía de Madrid, el Pompidou de París, entre otros. En la caja de ahorros de aquella señora, mes a mes se acreditaban sumas de dinero que ella jamás hubiera imaginado provenientes de giros bancarios internacionales. Y reporteros de todos los medios comenzaron a acercarse hasta el pequeño pueblo cordobés para entrevistar a la madre del artista plástico del momento.
Así, con el tiempo, aquella dama dejó de trabajar en la estación de servicio para transformar su casa en un museo de arte donde “pintores sin manos” de todo el país exponían sus obras. En el viejo altillo de la vivienda, transformada ahora en centro cultural, se expone la obra más fotografiada por los visitantes: “El Auto Fantasma”.



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