La culpa, la ‘Shoah’ y Argentina, la historia que esconde Santiago Amigorena
Santiago Amigorena posa en su casa de París. Foto: EFE.
por María D. Valderrama
PARIS, Francia.- Tras casi tres décadas dedicadas a la escritura y al cine, el escritor argentino Santiago Amigorena ha logrado a sus 57 años imponerse en la literatura francesa con “Le Ghetto Intérieur”, un viaje a la Argentina de 1940 y a los recuerdos de un abuelo, carcomido por la culpa de haber abandonado a su madre.
Su película “Algunos días en septiembre” (2006) y su trabajo de guionista como mano derecha del director Cédric Klapisch (“Un auberge espagnol”, “Les poupées russes”) lo mantuvieron en un discreto segundo plano que aprovechó para continuar un proyecto literario sobre su propia vida.
En total una decena de libros que narran su lacónica infancia, una adolescencia taciturna o su relación amorosa con su expareja y madre de sus hijos, la actriz Julie Gayet -actual pareja del expresidente Francois Hollande-. Pero ha sido el último el que ha puesto el foco internacional en él.
Nominado al Premio Goncourt, al Renaudot, al Médicis y al Goncourt des Lycéens, esta obra ha sido rápidamente reconocida en Francia, el país que lo acogió con 12 años cuando huyó junto a su familia de la dictadura argentina. También en el extranjero: 12 países lo traducirán en los próximos meses, incluyendo Literatura Random House, que lo publicará en español en mayo.
Su primo, el periodista y escritor Martín Caparrós, será el encargado de traducir del francés las palabras de Amigorena, que se define a sí mismo como un escritor francés, y que ha tratado de moldear ahora la depresión silenciosa en la que se sumió su abuelo polaco, Vicente Rosenberg, cuando supo el destino que esperaba a su madre y hermano que se habían quedado en Europa.
Rosenberg llevaba ya doce años en Buenos Aires, donde se casó y tuvo tres hijos, cuando empezó a recibir cartas de su madre.
Distanciado de sus raíces judías y entusiasmado con su nuevo mundo, Rosenberg no fue capaz de ver lo que venía y cuando se dio cuenta era demasiado tarde.
“Lo que trato de hacer con el pasado es encontrar algo que me parezca una verdad. Quizás no sea la verdad que pueden confirmar otros sino la del eco que tiene el pasado en el presente”, dice Amigorena en una entrevista con EFE en su casa de París.
La habitación principal de su ático es una habitación diáfana llena de libros que le sirve de despacho. Los títulos en francés de Marcel Proust o James Joyce, declaradas influencias, se suceden con Roberto Bolaño y otros autores latinoamericanos. También algún libro de poesía guaraní, lengua que -confiesa- no habla.
Se disculpa, además, por disponer de una habitación más grande que la media de los parisinos. “Es algo lujosa”, dice, aunque a primera vista solo hay libros viejos y sillones de mimbre ajados.
Es evidente que Amigorena sigue cargando con la culpa que su abuelo se llevó a la tumba, y también con su silencio.
“Es una culpabilidad que comparto, quizás de manera exagerada, porque me fui con mis padres de América del Sur en los años 70, pero me parece que todo el mundo la siente hoy día”.
Una culpa que pone en paralelo a la generada por el cambio climático o por guerras alejadas de nuestra realidad, pero en la que los países occidentales están implicados.
“Mi abuelo fue culpable, se sintió culpable y tenía razón”, insiste. Desde la cándida Argentina de los años 40, las cartas de Gustawa Rosenberg en el gueto de Varsovia se convirtieron en el llamado de auxilio al que su abuelo asistió impotente.
“Todo se ha vuelto complicado. No sabemos qué va a ser de nosotros”, le escribía desde Polonia en 1941, como recoge la novela.
La recuperación de aquellos correos, guardados como una herencia familiar, son el único testimonio que ha quedado del truncado destino de su familia muerta en el Holocausto, pues su abuelo nunca mencionó lo que decían aquellas cartas.
Amigorena explica que los adolescentes con los que se encuentra cuando les va a hablar de su obra en los institutos le preguntan por qué ha escrito sobre un personaje tan cobarde.
“Esa cobardía es la que tenemos todos cuando pensamos en lo que no hacemos para, por ejemplo, salvar el planeta. Puede que mi abuelo sea el símbolo de toda esa resignación. Sería fácil decir que la escritura es mi arma para no resignarme, pero no creo que sea suficiente”, dice Amigorena, culpable, silencioso y avergonzado de sus pequeños lujos.
EFE
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