La ilusión y la realidad: a 30 años de la caída del muro de Berlín
por Víctor Dante Aloé
Los hechos internacionales admiten diferentes interpretaciones y las lecturas lineales, en muchas ocasiones, dejan de lado las dimensiones simbólicas y el impacto que ellos proyectan sobre el imaginario colectivo y los sistemas de convivencia. Y en esto es apreciable reconocer un principio: la principal obsesión de la realidad es derogar la fantasía.
La denominada “caída del muro de Berlín” fue más un derrumbe que un derribo en términos políticos, y esa metáfora es la que conviene aplicar según los deseos y aspiraciones, no solo de los alemanes, que esa muralla distribuía a uno y otro lado de la geografía germana, sino de los europeos que se encontraban divididos entre los dos bloques organizados por las superpotencias dominantes de la época.
La reunificación alemana fue el síntoma temprano de la implosión de la Unión Soviética, proyecto de una alteridad que nunca pudo compaginar los ideales de la utopía comunista con una realidad siempre esquiva a renunciar a su lógica agonal y conflictiva. Pero también se interpretó como la señal para una nueva era en la existencia de Europa y de Occidente.
El aspecto más relevante de ese hecho fue un cambio sustantivo en la existencia del coloso soviético que se proyectaría sobre los europeos “orientales”, encarnando las aspiraciones por una nueva Europea, tanto como por un mundo renovado en su sistema perdurable de convivencia y progreso.
Porque la “caída del muro” constituyó la síntesis del agotamiento de una forma de producción de poder y de existencia política, que comenzó a autodestruirse durante el stalinismo, cuando la utopía debía aplicarse con la violencia de una parición nunca concluida virtuosamente.
El georgiano fue el mandante del bloqueo de Berlín en 1948, adelanto de lo que sería el drástico cierre de la frontera organizado trece años más tarde. Con el muro, el régimen soviético había demostrado una incapacidad trágica por contener a las poblaciones del sistema sin apelar a la violencia y el control estricto, y con ello confesaba la esterilidad de las premisas “revolucionarias” para asegurar la representación del pueblo y la construcción de una dinámica de convivencia fundada en la convicción y el consenso colectivo.
Y en eso la caída encarnaba el correlato simbólico de la denuncia postmoderna de los sistemas y las generalizaciones supresoras del hombre europeo concreto y despreocupado, del ciudadano sencillo con aspiraciones limitadas y conciencia “fluida”.
Esa percepción del agotamiento de una forma cerrada y totalitaria de producir poder político, generó el deseo de imaginar un proceso de globalización civilizadora anunciado en términos de democracia liberal, tecnologías intensivas y mercado mundial integrado.
El orden estratégico, que había enfrentado a las dos superpotencias dominantes durante décadas, parecía mutar hacia un sistema más horizontal de participación ciudadana, donde el “fin de la historia” sugería la derogación de los conflictos relevantes y el abandono de los enfrentamientos irreductibles.
Pero a pesar de tamaña ilusión, el siglo XXI sorprendería con la emergencia de nuevos conflictos, encarnados tanto en la alteridad islámica fundamentalista, como en las subjetividades corporativas transnacionales y los agentes particulares prefigurados por redes sociales virtuales, que expresaban su vigencia al margen o “por fuera” de los Estados nacionales.
Tales realidades adelantaban un cambio sustantivo en la forma de producir poder, cuya lógica se definía más en términos privados de interés y voluntad que de racionalidad y consenso público.
Hoy, treinta años más tarde, otra vez la ilusión de la convivencia no traumática sólo parece habitar el futuro, como lo hizo aquel 9 de noviembre de 1989, en las postrimerías de un muro tan contradictorio como estéril.
(*): Doctor en Estudios Europeos y catedrático de Política Internacional en la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad del Salvador (USAL).
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