Evita,
hubo un tiempo en que pese a compartir
eso de la bandera sobre las ruinas,
no pude ahondar entre tu hermosura y el cáncer
para comprender cabalmente
la envidia de los sapos
y el canto de los ruiseñores.
No sé si serás Esa mujer que andaba buscando Rodolfo
o la criatura infame de Perlongher.
Sólo sé que el pueblo,
manoseado como tu nombre,
fue a llorarte como un niño abortado y roto.
Pero no todo era luto.
Mientras algunos tiraban margaritas para hacer mullido
el largo respaldo de tus huesos,
otros arrojaban la flor del banano
para hincarte la muerte.
Copas colmadas de licor extranjero
se alzaron a su tiempo para brindar
por las bondades de la metástasis.
No sé aún cómo conjugar las sutilezas
de la estadística y la dialéctica,
pero no cabe ninguna duda de que cuatro millones
quiere decir pueblo.
Fue ese mismo pueblo que fue a llorarte
el que me obligó a deponer evangelios y prejuicios.
En esta hora y este día,
sólo me apenan los obreros,
amas de casa,
campesinos,
profesionales patriotas,
que murieron entre la triste muchedumbre que
fue a despedirte
Dicen que fueron pisoteados.
Yo no lo creo,
sabiendo como sé
que ese pueblo no podía caminar
sin arrastrar los pies.
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