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Cultura 20 de junio de 2016

Para poder dormir tranquilo

Por Ariel González

Desde hacía dos años y siete meses estaba esperando esa noche. Durante el día, calmo y caluroso, lo había decidido. Pero ahora, por la noche, aunque soplara un norte tibio que lo crispaba un poco, estaba tranquilo. Percibía su respiración reverberando en el fondo de su mente y con la ventana abierta le llegaba algún pequeño sonido de la brisa en los árboles y el ladrido lejano de algún perro. Era casi todo igual a la noche que él necesitaba borrar para siempre. Pensó: “Será el destino…”. Después fue a sacar el revólver del cajón del aparador y salió a la calle.
Mientras caminaba recordaba todo: los golpes, la oscuridad, las risas y el estampido. Recordaba la sensación de la meada enfriándose entre las piernas y la humillación de haberse sentido nada en manos de tres tipos.
Unos metros antes de llegar al bar que buscaba se cruzó a la vereda de enfrente y se cercioró de que estuviera el hombre. Hizo dos cuadras más por la misma calle y dobló hacia abajo. Tomó el camino del cementerio, anduvo unas cuadras más y después de mirar para todos lados se apostó en el lugar elegido. Era un baldío con una vieja higuera que lindaba con una puerta de alambre y con las ramas llegando al suelo, lejos del pobre alumbrado público. Por allí tenía que entrar a la pieza que alquilaba el hombre que le estaba debiendo algo.
Se quedó bajo la planta, bien tranquilo y borrado casi por la oscuridad, mirando el haz de luz del alumbrado público por el que debería pasar el ex sargento de la policía. No tuvo que esperar mucho. Al rato nomás, el tipo que lo había humillado hasta reducirlo a nada se apareció en el cruce de calles iluminado por el foco sucio. Caminaba por el medio de la calle, como mirando sus pasos y de a poco se fue recostando cada vez más contra la cuneta. Al final, faltando pocos metros, saltó a la vereda con algo de torpeza y manoteó la puerta de alambre.
G. se había acuclillado como mandado por el instinto de un animal que domina su territorio y además comprende la naturaleza del adversario con sólo olerlo. Cuando el ex policía giró sobre sí mismo para cerrar la tranquera recibió un tremendo puñetazo entre el oído y la cien que lo dejó casi anestesiado. Después un golpe en el estómago que lo llevó involuntariamente a poner las rodillas en el suelo. Estaba sordo de un oído y apenas podía respirar. Pero su mente comprendía y comprendió aún más cuando el caño helado del revólver se le apoyó atrás de la oreja, casi en la base de la nuca, y escuchó que le decían: “No te muevas”.
El ex sargento empezó a respirar muy agitadamente, desesperado, sabiendo que lo que vivía no era un sueño. “Pará -dijo- te doy lo que tengo”.
Pero no hubo respuesta. Siguió un silencio como de años y pensó que iba a morir.
“No hermano, no me mates…”, dijo llorando. “¿Por qué, por qué?”, imploraba babeándose y escuchó: “Porque quiero dormir en paz, la puta que te parió”. Y lo que escuchó después fue el estampido de la bala que le llevó media oreja.
G. salió corriendo y se perdió en las calles oscuras de las afueras del pueblo. Después caminó pensando que había hecho lo necesario. Llegó a su casa, se tiró en la cama y en algún momento se durmió, sin imágenes que lo desvelaran.