María Esther Vázquez: “A Borges no le importaba la gente ni las cosas pero podía emocionarse con cualquier hecho banal”
Por Mora Cordeu
Una literatura original que como una paradoja parte de argumentos ajenos, su amor por un Buenos Aires mítico, que había desaparecido, y el injusto olvido de sus ensayos y poemas por la vigencia permanente de sus cuentos son algunos de los temas traídos al presente por la escritora María Esther Vázquez, cuando se conmemoran treinta años de la muerte de Jorge Luis Borges.
Autora de las biografías “Borges. Esplendor y derrota” y “Borges, sus días y su tiempo”, Vázquez (Buenos Aires, 1937) va desgranando algunos recuerdos de una amistad que se remonta a cuando ella tenía 20 años y empezó a trabajar en el Departamento de Extensión Cultural de la Biblioteca Nacional de la calle México, en el barrio porteño de San Telmo.
“Borges no tiene ningún argumento original, esa es la verdad, son todas recreaciones de argumentos que leyó y algunos que le leyeron cuando ya había quedado ciego. Pero la mayoría son recuerdos anteriores. Su gran hallazgo es la recreación del lenguaje, inventa un lenguaje que establece un antes y un después de Borges”, dice la escritora y presidenta de la Fundación Victoria Ocampo en una entrevista.
“Y hay algo más que hace tan original su literatura. No solamente él recrea relatos o narraciones o poemas, que han tocado otros, sino que además él juega con la literatura, y en cierto modo se olvida del lector”.
-¿En qué cuentos sobresale esta faceta de Borges?
-El cuento “Pierre Menard autor del Quijote” en realidad es sobre las diferentes lecturas que a lo largo del tiempo ha ido ido haciendo la gente, pero es una broma suya y muchos investigadores han tomado en serio ese cuento y lo han estudiado. Y lo mismo ocurre con “El Aleph”, los poemas de Julio Argentino Daneri son de un poeta amigo de la familia de Borges, un poeta de cuarta. La madre le pidió que no hiciera caer en ridículo al amigo y Borges le dijo que no se iba a dar cuenta y así fue. Pero a la vez su propia poesía no ha tenido la trascendencia de sus relatos. En la Feria del Libro de Buenos Aires hablé sobre uno de los dos poemas que le dedicó a Baruj Spinoza (1632-1677), un filósofo del siglo XVII que a los 24 años fue condenado a muerte en Amsterdam. Borges escribe un poema que en 14 líneas narra la vida y la filosofía de Spinoza. El Premio Nobel italiano Eugenio Montale dijo que Borges era capaz de meter el universo en una caja de fósforos. El ejercicio de repetir poemas ajenos lo ayudaba en sus largas noches de soledad y la memoria era una aliada en ese sentido.
-Hay muchas referencias a la memoria increíble de Borges…
-Tenía una memoria extraordinaria. Me acuerdo una vez que estábamos en su casa en la calle Maipú y me hizo buscar un libro: “Está en el tercer estante del lado de la pared, en la página 100 o 101 tiene que haber un grabado con una figura como de dragón y en la página izquierda está la cita que me gustaría poner acá. La cita estaba donde Borges la recordaba y la había visto hacía 40 años, antes de perder la vista. La gente tiene la imagen de Borges como un viejo ciego con la cabeza levantada en actitud de prócer. Pero fue el médico el que le había dicho, como dicen cuando a alguien se le ha caído una retina, que no se agachara ni agarrara nada del suelo. El tenía una forma de retina hereditaria que no se cura, el padre era de la quinta generación de ciegos. Y es por eso que él adoptó esa pose de estar muy derecho.
– ¿Cómo era su vínculo con la gente?
-Cuando una persona lo quería ayudar a cruzar la calle, le preguntaba de qué barrio era y le decía una copla, por ejemplo: “Soy del barrio ‘e monserrá donde retumba el acero, lo que digo con el pico, lo sostengo con el cuero”. Para cada barrio tenía una copla, algunas muy graciosas, tenía un humor que le encantaba a la gente…A Borges no le importaba la gente ni las cosas pero podía emocionarse con cualquier hecho banal. Siempre pensaba en función de la literatura, fue para él su gran amor, lo que lo ayudó a vivir. Fue lo que más le interesó en la vida, creo que en el fondo fue lo único que le interesó. Se enamoró unas 500 veces, en general él idealizaba a las mujeres, tenía un criterio decimonónico de ellas, siempre se acordaba de Dante Gabriel Rossetti, el poeta y pintor prerrafaelista inglés quien las seducía para luego abandonarlas hasta que la suya se suicidó con una sobredosis de opio. Y la enterró junto al manuscrito de sus mejores poemas.
-¿Cuáles son los recuerdos de él que más atesora?
– Cuando trabajábamos juntos, los libros en colaboración (los ensayos “Introducción a la literatura inglesa” y “Literaturas germánicas medievales”), nos divertíamos mucho, iba a su casa los lunes, miércoles y viernes de 10 y media a una, en días muy lindos lo he llevado al balneario municipal (Costanera Sur) en los años ’70 u ’80, allí estaba la estatua de Luis Viale, un señor que en el siglo XIX iba en el vapor de la carrera, el barco zozobró y se ahogó porque le dio su salvavidas a una mujer embarazada. A Borges le encantaba el gesto de valentía que tuvo. Yo recuerdo esas mañanas de trabajo, yo tomaba apuntes a mano y algunas veces me quedaba en su casa con Borges y su madre, Leonor Acevedo. A fines de la década del ’60 comíamos en el Pedemonte, cuando todavía estaba en la calle Rivadavia, y después de comer me decía: ‘Te acompaño a tu casa (vivíamos a 20 cuadras de distancia), ¿pero no te gustaría darte una recorridita por el sur?’. Y nos íbamos a Barracas, a Constitución, barrios silenciosos, oscuros, lugares bastante misteriosos. Me acuerdo de la calle Patagones que nos parecía sensacional. Una vez vimos una fragua, en una especie de subsuelo con las ventanas abiertas, desde la calle se veía como unos hombres estaban trabajando con el torso desnudo, se emocionó y yo también, algo tan insólito.
-¿Todavía era el Buenos Aires que soñaba?
– El Buenos Aires de Borges ya no existía. Cuando vuelve de Europa y saca “Fervor de Buenos Aires” él iba con los amigos por el Bajo Flores donde había pandillas de matones, sobre todo porque los políticos tenían lo que hoy se diría barrabravas. Pero eran juegos de cuchilleros. Y estos muchachos pasaban la noche dando vuelta por los barrios bajos. Borges recordaba las casas de una sola planta, una vez incluso me llevó a ver un conventillo -tuvimos que salir corriendo-, la imagen podía ser de cuando era muy joven y en los suburbios, pero siempre en su imaginación alumbraba esa Buenos Aires mítica. Esos hombres que luchaban y se mataban a cuchilladas no lo hacían por algo preciso, lo hacían solo para ver quién era más valiente que el otro. De ahí viene el amor a la épica que tenía Borges.
– Un amor que tiene raíces literarias…
– Sí, y la épica de sus antepasados que lucharon por la patria, eso dejó una marca muy grande, su abuelo el coronel Francisco Borges peleó en una batallita, La Verde, una de tantas, y murió porque no quiso traicionar a Mitre. Esa mitología del coraje de los cuchilleros y la propia ascendencia de sus antepasados que lucharon por las guerras de la independencia formaban una especie de universo mítico que él sentía mucho. Quizás Borges cae en un momento exacto de la Argentina, de pronto la figura de él se agranda, aparece una literatura originalísima, aunque los argumentos no fueran suyos, una combinación extraña que le da al siglo XX una obra con proyección muy grande dentro del mundo humanístico.
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