La casa tenía una de esas salas afrancesadas con muebles demasiado numerosos para las dimensiones del lugar. El living se continuaba en el comedor a través de una amplia arcada.
Cómodos sillones, en los que gustaba sentarse, tapizados en seda, recibían a esa mano pequeña que adoraba acariciar las texturas sutiles mientras inventaba cuentos que se contaba, en silencio, a sí misma.
Su mirada vagaba por el cielo raso al que convertía en un vasto cielo con estrellas titilantes, que variaban en número e intensidad de acuerdo a si, por la noche, prendían algunas de las luces de la araña o todas.
Jugaba a hacer danzar los caireles de cristal, cuyas partes facetadas, con el movimiento y la luz se bañaban con los colores del arco iris y entonces bailaba girando y girando hasta que un mareo le impedía continuar.
Las vigas, en lo alto, de madera hachada a mano, como en tantas casas marplatenses de un período, pintadas de un rotundo blanco por los dueños de casa, intentaban disimular el contraste poco armónico de esa madera dura, noble, oscura y el mobiliario de época.
La mesa y las sillas, igualmente rústicas habían sido prolijamente trasladadas al llamado “comedor de diario”, “el de las visitas” era usado para ocasiones especiales. La niña, sin duda, lo prefería.
Un ventanal grande daba casi a la calle. Digo casi porque un pedazo de césped y una hortensia de flores de intenso color rosado de aquellas que, según la creencia popular, traen mala suerte (ya que alguna joven de la casa quedaría soltera), separaban al comedor de esas piedras desiguales que oficiaban de vereda.
Los cortinados allí eran de una tela dorada conjuntamente con el bandeau, usuales en esos años. A los costados, voile que tenuemente separaba el adentro del afuera.
Un imponente jarrón, regalo de casamiento de sus bisabuelos, objeto que de generación en generación aumentaba su valor, enriquecía la belleza del lugar adornándolo aún más.
Un día, próximo al de una reunión importante, con la atención de los mayores concentrada en los muchos preparativos y no en el pedido, un gatito encontrado al azar, pasó a ser de su propiedad, hasta que decidió balancearse en aquellos suntuosos cortinados como si le pertenecieran…
Así fue que, como llegó, “voló”.
La madre no tuvo empacho, a pesar de las lágrimas que presentía, de hacerlo desaparecer.
El ambiente olía, no a perfume francés, sino a intensa “fragancia” animal.
La pérdida le causó un intenso dolor, pese a que decían que el “desagradecido” se había marchado. Tal vez, lo habían tirado como un despojo en un terreno baldío.
Una tarde tediosa de invierno, fría y gris, sin tener nada que hacer, la pequeña se aburría. Automáticamente acarició una y otra vez la tela de los sillones que tanto le gustaba hasta que algo captó su atención y entonces se acercó a la ventana y con gran júbilo divisó en la vereda de enfrente a su vecina de juegos que le hacía morisquetas.
Se las quiso devolver.
Empezó a saltar y a imitarla y de golpe: zaz.
¡Qué horror!
No podía creer lo que pasó.
Ese enorme jarrón japonés, sobre una base casi de su altura, se vino abajo.
El azul noche de fina porcelana, con guerreros peleando eternamente, cayó.
Las formas voluptuosas del jarrón se desparramaron al azar sobre la alfombra y ella vaticinó violencia.
¿Qué?
¿Qué hice?
¿Qué me ocurrirá?
¿Qué me harán?
¿Qué pecado he cometido?
¿Cuál será el castigo? pensaba mientras el terror se apoderaba de ella.
Un horror sin nombre la conmovió toda, quedó tiesa, calladita, lágrimas corrieron por sus mejillas y lentamente un líquido amarillo se deslizó por sus piernitas flacas.
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