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La Ciudad 4 de junio de 2019

El que está al lado mío es Paul: la historia de un joven intrépido en el Festival de Cine de 1962

Orilla los veinte. Palpita el Festival de Cine desde adentro. Se dice "¿por qué no?" y le pide una foto al bello Paul Newman, que en esa edición es uno de los invitados especiales. Toda una época.

Por Paola Galano

-¿Viste qué lindos que estamos?
Ríe con complicidad. Aunque sabe que la juventud lo embellece todo con su halo de pieles tersas y mágicas, el comentario carga cierta ironía: se da el lujo de jugar con igualarse al ídolo más sexy del cine, ése que provocó millones de suspiros entre las audiencias mundiales. A los 78, Eduardo Russo muestra con orgullo sus recuerdos de joven y, entre ellos, esa imagen es la que más fervor le despierta. Tiene otras. Pero esa imagen es el hilo del cual tirar para que se descuelgue toda una vida. Toda una época de la vida. Toda una época.

La fotografía no es poca cosa: Paul Newman lo mira con gesto amistoso y él le devuelve una sonrisa. En blanco y negro. Paul de camisa blanca, corbata desanudada, saco en el brazo. Eduardo también impecable. Lozanos, sin las marcas que el tiempo se encargaría de pulir en sus rostros unas cuantas décadas después. Están vitales. Alegres. No se conocen, es la primera vez que se ven, pero eso importa muy poco. En la imagen congelada para siempre lucen cercanos, viejos conocidos.

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Paul y Eduardo

1962. Mar del Plata organiza un nuevo Festival de Cine. El actor Paul Newman -el mito, el bello Paul-, que entonces apenas supera los treinta y cinco años, vive una etapa de esplendor. La pantalla grande parece estar enamorada de su corporalidad occidental, blanca, viril y de su mirada celeste perfecta, levemente rebelde, levemente aguerrida. Lejos de posturas soberbias, el norteamericano parece relajado y dispuesto a no perderse nada como uno de los invitados estelares de esa nueva edición. Otras fotos de la época lo muestran rozagante al lado de figuras nacionales: Pinky, Mirtha Legrand, Graciela Borges. Siempre tiene un cigarro en la mano -muere por un cáncer de pulmón-, otro signo de la masculinidad de mediados del siglo XX.

Eduardo orilla los veinte. No hizo el secundario, pocos lo cursan entonces: el país también ofrece chances de superación para quienes sólo deciden trabajar y aprender un oficio. El elige ese camino. Y para ello busca entre los contactos de su padre, un miembro de la Armada que llegó desde Buenos Aires con su familia y se instaló en el Faro.

-¿Qué tenés que hacer ahora?
Eso le pregunta Chicho Grassi, amigo de su papá y dueño de un taller mecánico que estaba ubicado en la actual Plazoleta Borges, en La Rioja y San Martín. “Nada”, responde él. Y el empleador le ofrece casi de inmediato un puesto de secretario. De esos que se ocupan de todo: una suerte de asistente, de mano derecha, de chico de confianza. Su simpatía, su presencia, sus ganas, su rapidez le juegan muy a favor.

Festivales de otras épocas

Miembro activo de la pujante comunidad marplatense de comienzos de los años ’60, Grassi integra la comisión de comerciantes locales que trabajan en la organización del Festival de Cine que, desde 1954 y por idea de Juan Domingo Perón, se hace en esta ciudad. Otras épocas: Mar del Plata tenía injerencia en la organización.

“Eran todos comerciantes influyentes”, destaca Eduardo sobre los integrantes de esa comisión. “Nosotros íbamos a comprar las cosas que hacían falta, los insumos: telas para un telón, por ejemplo… A mí me dieron un Packard inmenso que manejaba y con el que mandaba la parte”, actualiza hoy, consciente de haber sido un privilegiado: un espía, un ciudadano que vio de cerca una parte de la historia marplatense.

“El del ’62 fue un festival fabuloso, vinieron todos los artistas más importantes del momento, como ocurría en Venecia o en Cannes. Había una alfombra roja. A mí me tocaba ir a buscar a los invitados que llegaban al aeropuerto, podían ser artistas argentinos o extranjeros”, sigue, siempre entusiasmado con la cascada de recuerdos que siguen unos a otros.

Rápidamente advirtió que llegaba fácilmente a los sitios centrales por donde palpitaba el verdadero corazón del Festival de Cine: el Hermitage Hotel, el Provincial, los cines de la época: el Nogaró, el Atlantic, el Opera, el Gran Mar. Lo conocían. Podía ingresar. “Empecé a repartir las revistas del Festival de Cine, las repartía durante la mañana, en las mismas habitaciones de los hoteles. Había grandes periodistas de Mar del Plata que la escribían. Y a la noche repartía las invitaciones a las fiestas o a las recepciones que hacían diversos países. Yo también iba, pero de colado”.

Así llegó al bello e imponente Newman. El actor sale del ascensor. Va hacia su habitación. Eduardo se acerca y le pide una foto. Paul no opone resistencia, acepta y sonríe sin mirar a la cámara. Entablan un breve diálogo en inglés. El gesto queda inmortalizado para el marplatense. Y además, queda en su propio archivo personal porque otro dato hace que la imagen sea más interesante aún: es un joven Gino Bogani el que gatilla la cámara. Sí, el que sería tiempo después un influyente diseñador de modas.

Gino pasó sus primeros años de juventud en estas costas.
Su madre era una comerciante que tenía un local céntrico dedicado a la indumentaria. “El negocio se llamaba Alma y estaba en Rivadavia y San Luis, la madre traía pañuelos. Ahí empezó Gino a diseñar”, apunta Eduardo, que luce una memoria extraordinaria.

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La Voigtlander a cuestas

Con Gino entablaron amistad. “Me acompañaba en todos los momentos, estábamos juntos, se colaba conmigo y recorríamos todo. Después no nos vimos más. Hace unos años nos reencontramos en un aeropuerto y nos saludamos, esas cosas que alegran el espíritu”, sigue. Una de esas mañanas, siempre con su cámara Voigtlander a cuestas por si captan la presencia de algún famoso o por si se chocan con alguna actriz de la época, el milagro sucede. Eduardo le pide a Gino que capture la escena y la escena es la historia de este texto. “Hoy no lo haría, creo que ya pasó mi época de Figuretti”, vuelve a reír el protagonista.

A la actriz Dolores Hart la fue a buscar al aeropuerto, en los años en que el aeropuerto “era apenas un chalecito”. Largas charlas lo mantuvieron cercano a la intérprete. Y las conversaciones siguieron luego a través de una relación epistolar. Hart terminó convirtiéndose en religiosa. Eduardo siguió de cerca esa vida: de mujer de mundo a monja benedictina.

-¿Eduardo, para entonces ya eras un fanático del cine?
-Mi madre me llevaba casi todos los días al cine. Imaginate, no había televisión en esa época. Entonces por ejemplo, veía Sinfonía de París, todas esas películas antiguas, los musicales, todos los fines de semana iba al cine. Además, los lunes iba al Opera a ver los dibujitos, porque todos los lunes daban dibujos animados. Veía los noticieros informativos, en aquel entonces nos informábamos así, como no había televisión. Y los martes me llevaban al Atlantic, eran cines espectaculares. Al cine Gran Mar lo inauguré yo, porque vivía en esa manzana y jugaba en ese terreno junto a un grupo enorme de chicos y de chicas, éramos como veinte. Hasta que un día nos echaron, porque iban a hacer el cine. Entonces hablamos con el dueño, le dijimos que teníamos derecho a estar y el día de la inauguración nos dijo que fuéramos. De ahí en más teníamos las entradas gratis cuantas veces quisiéramos ir. Todos los acomodadores nos conocían. “Pasá, pasá”, nos decían.

Como a iguales

La historia de Newman es conocida: filma y filma, funda una empresa de alimentos -Newman’s Own- y destina parte de esas ganancias a obras de caridad y diversos proyectos filantrópicos, se hace fanático de los autos y de la velocidad y sigue siendo un sex symbol casi hasta su muerte, en septiembre de 2008. La vida de Eduardo también continuó, sin las luces de la fama y con el esfuerzo de superarse, siempre. Fue capitán de barcos de altura, trabajó en Brasil, se convirtió en docente de varias escuelas industriales, se casó. Luego se jubiló. Integró el Coro de la Opera de Mar del Plata y ahora tiene previsto volver a cantar en agrupaciones corales.

Inquieto, cálido, Eduardo asegura que el mundillo del cine que conoció en su juventud no lo maravilló. Más bien su intrepidez estuvo en que trató a todos los famosos con los que se cruzó como a iguales, sin los honores que puede dar la notoriedad pública hollywoodense ni la belleza desmedida.

Remata sin nostalgia: “No me sorprendió ese mundo, estaba habituado, era natural, nunca me sentí fuera de lugar, yo era un caradura porque me decía ‘¿y por qué no?’. Para mí el cine no era una cosa de otro mundo y como siempre fui muy histriónico me metía en todos lados y disfrutaba de lo que hacía, porque además no hacía nada malo”.



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