“El lento progreso de las sociedades humanas ha creado en estos últimos tiempos una institución desconocida a los siglos pasados. La instrucción pública, que tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa para el (…) el conocimiento aunque rudimental de las ciencias y hechos necesarios para formar la razón”. D. F. Sarmiento
Por siglos, la educación fue un privilegio de pocos. Posteriormente, como sostiene la cita de Sarmiento, las luchas sociales incluyeron la democratización educativa entre sus objetivos. Los principios de obligatoriedad y gratuidad implicaron la constitución del Estado como su agente proveedor principal e indelegable. A lo largo del tiempo, el derecho a la educación pasó de ser una simple posibilidad individual a convertirse en una compleja red de garantías colectivas asociadas a la creación de un mundo más justo. En buena parte de los siglos XX y XXI, “ser argentino” se vinculó al ejercicio de tres derechos considerados básicos e incuestionables: trabajo estable, representación política y escuela pública. Si bien esto no estaba garantizado para todos, se constituyó un imaginario colectivo en el que estaba presente la aspiración y posibilidad de lograrlo.
Pero los proyectos políticos neoliberales padecidos en otras épocas y renacidos en los últimos meses, dan lugar al empobrecimiento de amplios sectores de la población y a una creciente polarización social que implica la pérdida de los antiguos soportes colectivos. En este nuevo contexto, los individuos que antes actuaban, pensaban y sentían en el marco de estructuras y normas colectivas que les otorgaban identidades, seguridades y obligaciones, y sobre todo les garantizaban sus derechos, ahora tienen que hacerlo en la incertidumbre del capitalismo flexible, caracterizado por la pérdida de las redes de contención previas, sin un Estado interesado en articular inclusivamente al conjunto de la población.
El individuo aparece fragilizado por la falta de recursos materiales y protecciones colectivas, que en ciertos sectores se transforma en exclusión y marginación social. Este debilitamiento de los espacios colectivos de contención tiene su correlato con la idea de la responsabilización individual de los triunfos y fracasos de la propia vida. Situaciones como la pobreza o el desempleo dejan de ser entendidas como temas sociales, para pasar a ser comprendidas como problemáticas individuales, lo que redundaba en mecanismos de culpabilización de las víctimas. Por ejemplo, se estigmatiza a la infancia marginada como una “población en riesgo”, y no se comprende su situación como el resultado de los procesos de segregación social, o el adolescente excluido es culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su decisión personal y no una consecuencia del modelo social. Así el “problema” son “los pobres” y no “la pobreza”, “los desocupados” y no “la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”.
La meritocracia vuelve a constituirse entonces en un valor central de la política educativa, en clara oposición a la idea de una escuela pública que construya igualdad y justicia social para todos y todas en un horizonte común. Su función pasa a ser la de estimular la competencia despiadada entre todos los participantes, donde habrá ganadores y perdedores, únicos y últimos responsables individuales del lugar alcanzado, con normas que privilegian castigar a los desfavorecidos y premiar a los fuertes.
Ante este panorama sombrío, conviene recordar que la historia de nuestro país es también la larga lucha por el derecho a la educación para todos y todas. La rápida y contundente respuesta de los sectores comprometidos con la defensa y el fortalecimiento de la educación pública señalan que los actuales embates neoliberales no tienen la última palabra.
(*): Director del Departamento de Ciencias de la Educación. Facultad de Filosofía y Letras – UBA.
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