Me encontraba un día de paseo por las sierras cordobesas, disfrutando de sus paisajes, entre quebradas y curvas y más curvas, admirando esa vista maravillosa que enaltece el alma del paseante. Es poco decir maravilloso, no alcanzan las palabras. Cada casa que se asoma es como un rinconcito agradable a la mirada, guardado dentro de ese paisaje. Caminitos que salen hacia la ruta, chimeneas crecidas hacia arriba, árboles que ofrecen su espesura y su sombra para el descanso y el refresco contra la fatiga.
El colectivo zigzagueaba en cada subida o bajada, en cada curva, que nos mecía como una hamaca. Producía vértigo y placer al mismo tiempo. Los lugareños con orgullo respondían las preguntas de los turistas y curiosos visitantes que se mezclaban en esos lugares místicos, únicos de cada pueblo.
Ya cerca de Los Cocos, escucho que alguien dice:
-Vamos a pasar por la casa de Mujica Láinez, que hoy es un museo.
Otro comenta:
-Sí, hay una parada y un cartel que indica el lugar: Cruz Chica.
Preparo mi cámara para sacar una foto y me asomo a la ventanilla. De pronto veo un hombre esperando el colectivo. Y es tal la sorpresa, al ver al propio Mujica Láinez, que sube y se sienta a mi lado. Quedé paralizada. Transportada en otro tiempo. Es la sensación que me acomete. Mi cámara está como atrapada en mis manos, inmóviles, temblorosas. Se saca su sombrero, me hace un reverencial saludo, apoya su valijita en el suelo y acomoda su cuerpo en el asiento.
Tras salir de ese estado de sorpresa, me arriesgo a abordarlo.
-Yo lo conozco, ¿usted es…? Bueno…¿ lo conozco, no? Leí algunos cuentos suyos. No es fácil olvidar su calidad literaria, señor Mujica Láinez.
No contesta. Me mira y sonríe. Esto es genial, me digo y continúo hablando.
-Bueno… no quiero incomodarlo, solo decirle que disfruté del Hombrecito del Azulejo. Esa inocencia de Daniel que guarda un secreto, que tiene amigos imaginarios, que hábilmente personifica a todo aquello que le parece ser parte de sí mismo, le da nombre y que guarda en lo más hondo de su intimidad, de su alma. El valor de la amistad y la ingenuidad que tiene el mundo de los niños. Me refiero a la sinceridad y la transparencia.
Y le recuerdo lo que él mismo escribió:
-Daniel, a quien la muerte atisba ahora desde el brocal que fue enseguida su amigo. Le apasionó el misterio del Hombrecito del Azulejo y que vive ahí, por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre: Martinito. Y se acurruca en el suelo y le habla…
Ríe. Marca una sonrisa burlona en su rostro. Me mira y me palmea.
-No se preocupe, esta chica… es raro que alguien me identifique y sepa usted que soy un habitante más de este hermoso paraje. El misterio del lugar me mantiene vivo, bueno, eso creo. Estas cosas sólo pasan aquí, donde los duendes abundan y toman autoridad y control de las cuestiones mágicas. A las que el hombre desea aferrarse y hacer que cobre vida lo mágico y vivir en ello, en ese limbo-, esboza otra sonrisa. Y continúa:
-Yo vivo en esas mentes fantasiosas de la creación literaria del hombre.
-Perdón, pero yo lo veo tan real en este momento como veo su casa, su quinta, su calle y los caminos por donde transita, pero sé que usted es un experto narrador en el tema de la fantasía- le respondo.
-Qué palabras dice, niña, parece pertenecer a este mundo de fantasía también… entonces, claro, a usted le será fácil entender y por qué no, develar cosas de este mundo y del otro.
Abre la valijita y me muestra el famoso azulejo.
Esto colmó toda sorpresa, sobrepasó toda expectativa. Me sentía igual que él, como cuenta en uno de sus reportajes con un periodista español, cautivada en este lugar y también Invitada en el Paraíso. Se sabe por la propaganda de informaciones turísticas que hoy guarda en la casa-museo collares de Turquía y Grecia, colecciones de porcelana china pertenecientes a la dinastía Ming, ceniceros de todo el mundo. Pero a mí me interesaban sus libros, sus historias y sus revelaciones, narradas en El laberinto y otras novelas.
-Pero usted es un adelantado, sus fantasmas actúan, viven, luchan en ese mundo mágico que sin embargo se refleja en lo real, esa convivencia de los dos mundos, el sobrenatural y en el que vivimos y sufrimos, en fin. La Naturaleza nos brinda una tierra rica, pero gran parte de la humanidad pasa hambre. No me olvido de su cuento, precisamente, El hambre.
-No seamos tan patéticos, esta chica, pare un poco la mano, le agradezco que tenga noticias sobre mis escritos, ¿leyó Bomarzo? Fue prohibida la ópera, en fin… la creación del mundo se rebeló, potente, gloriosa, voluptuosa, intimidante, en un apasionado entrelazamiento de músculos ágiles y jóvenes ante el estupor de la corte pontificial que acudía a los campos de batalla-, me recita de memoria.
Atrevida, le aclaro:
-Hoy no hay más campos de batalla, cuerpo a cuerpo, se toca un botón y caen bombas y en pocos segundos desaparece una ciudad, querido escritor. Y a la Muerte no hay Hombrecito que la distraiga y miles de Danieles mueren, ya la Muerte no bosteza ni acepta galanteos, ni siquiera diciéndole Madam La Mort.
De pronto llegamos a Los Cocos. Se despide:
-Nos volvemos a ver en un rato, señorita.
Y se interna por una puerta que está al lado de la entrada principal del Hotel El descanso. Ahora lo acompaña un perrito, adivino que se trata de Cecil. Trato de seguirlo, pero el paseo turístico está cerrado, hasta después de las 15 horas. Me pregunto cómo es que pudo entrar sin ser detenido y fuera del horario. A esta altura de nuestro encuentro con Manucho ya nada me sorprende.
Recorro el lugar. Poca gente por la hora del mediodía. Entré en negocios de venta de recuerdos y artesanías y otros chirimbolos para regalar. Recorrí la zona, tomé un café y una bebida. Estaba haciendo calor, mientras la televisión pasaba las informaciones corrientes de asesinatos y accidentes de cada día. En ese silencio de Los Cocos, tan bello y distante de Buenos Aires, en esa altura, a la gente también le llegaba el bombardeo de los noticieros. Pero yo me sentía a salvo, me encontraba en otro tiempo, en otro espacio, en ese escape que nos proponemos, acaso volando en esa aerosilla que hacia el pico más alto. Como una huida de la tierra, como un desahogo espiritual, estar en algo distinto, puro, sano, en contacto con la Naturaleza.
Miro la hora. Se acercaba el regreso del colectivo, que nos lleva nuevamente a la ciudad.
Al esperar el colectivo para ir de vuelta a La Cumbre, me di cuenta de que en el lugar ya no había gente. Nadie transitaba por el camino y los negocios estaban cerrando. Sin embargo, pese a esa desolación, no sentí ningún temor.
Una leve brisa cruzó mi cara. No sé cuánto tiempo había transcurrido. Entonces volví a pensar en el autor de Misteriosa Buenos Aires. Y me senté a esperar el colectivo, que venía atrasado, mientras saboreaba una bebida refrescante. De improviso, veo llegar a Manucho con su maletín, y luciendo su sombrero que lo caracteriza. Se sienta a mi lado y mira el reloj.
-Viene atrasado, eh, es común, es normal-, me dice.
Le comento que en un par de minutos habrá de llegar el colectivo hacia La Cumbre. Le quiero preguntar por el perrito, si era Cecil o no, pero no me atrevo.
-Sé lo que está pensando: Cecil llega solito, va y viene, no se preocupe, allá en Cruz Chica me estará esperando. Siempre está esperándome, siempre primero. ¿Cómo la está pasando en este lugar?
-¡Qué le parece! Muy bien, disfrutando este paisaje, esta tranquilidad, esta paz que enaltece el alma, necesaria para el espíritu, estimado escritor.
-Has aprendido a cuidarte, entonces -me dice-, a cuidarte y darle valor a la existencia, gozar de todo esto, es lo que realmente sirve, buscar el sentido de la vida propia, con esa pasión que veo en vos, para reflexionar y comprender, alcanzar la verdad de todo aquello que se te plantea, sobre todo los misterios…
Me mira y sonríe. Yo entiendo la ironía y le sigo el juego.
-Cómo analiza usted, Manucho, cómo me ha captado-, me atrevo a decirle por primera vez su apodo.
-Ah, niña, qué placer escuchar ese apodo, me transmite afecto y me hace revivir el trato con los pares, amigos, mi amistad con Mitre, mis primeros trabajos en La Nación como cronista de Sociales…
-Sí, en el reportaje del periodista español, usted dice que “entró por la puerta chica al diario La Nación”, lo que habla de su humildad, no muy frecuente hoy en otros escritores llenos de marketing y que no le llegan ni al zócalo de los azulejos -río- Llenos de ego. Que se hacen la película. Los misterios de la arrogancia son tan insondables como los del amor.
Asiente con otra sonrisa. Sabe que le he citado una frase, robándole una sentencia de su libro El laberinto.
Y llega el colectivo al fin. Muestro mi boleto y él directamente se sienta a mi lado. Observo que es el mismo chofer que nos había traído. Quisiera preguntarle si el azulejo con el hombrecito que porta en su valija y que me mostró sin tapujos hace un rato, en el viaje de ida, es un amuleto para retardar la muerte. Si Martinito salvó a Daniel, por qué no lo va a salvar a él, al menos, atrasar su muerte.
-¿Vos creés que estos que viajan en el colectivo, reparan en nosotros?¿Eh?
Me quedo mirándolo.
-No, no se interesan en nosotros, ni en quién es usted, acaso tampoco lo ven, y mucho menos saben de sus libros, Manucho. Sólo sacan fotos y miran el paisaje, no se conectan con nuestro mundo, están en otra cosa, en el paseo exclusivamente turístico y en que si va a llover o no, se preocupan porque está nublado, están en esas nimiedades. En comprar regalos, alfajores…
-Los alfajores es el mejor invento de este lugar, y da trabajo a mucha gente, niña.
-Ah, usted es más cordobés que porteño…vamos…no me diga.
-No, leé Aquí vivieron y vas a enterarte un poco más.
Le quiero decir que no alcancé a leer toda su obra. Pero me da vergüenza. También quisiera decirle que el hombre de hoy parece resignarse a una vida llena de contradicciones, se pierde en este tiempo de confusión. La mayoría deambula en un mundo aferrado a la problemática del día a día, se han olvidado de sí mismo, de su propia fuerza, viven como ahogados, con un espíritu caído. El hombre está como despojado de su identidad, alienado. Son como autómatas. A veces una deposita la confianza en alguien, proyectos, sueños, y al fin, todo esto es traicionado, tergiversado.
Anoto el título en mi libreta.
-Me dijo que aquí vivieron, ¿no, Manucho? En cuanto llegue a Buenos Aires, conseguiré este libro y algún otro de su autoría.
Asiente.
-Gracias, muchachita, sin apuro.
Me gusta que me diga “muchachita”, siento su cariño paternal, una comunicación franca. De golpe una sensación de pena comenzó a invadirme y penetró en lo más hondo de mi alma. Veloz, el colectivo avanzaba y avanzaba. Mi mente quería frenarlo, retardarlo, y que falle alguna pieza para que el vehículo se detenga, que pinche una goma, algo por el estilo. De manera que permanezca un ratito más con Manucho, que no tenga que separarme tan pronto del escritor, por el que estaba sintiendo un afecto muy profundo. Su calidez, su presencia a mi lado, simpática, amable, su humor, su modestia, lo hacía tan especial. Tal vez como ese “paraíso” que se llama Cruz Chica.
Por su expresión, él comprendía lo que me estaba pasando en el viaje.
-No es tu tiempo, niña. Ya vas a volver, es grande lo mágico, no hay límite. Porque supiste entender lo misterioso del lugar y entrar en el mundo de mis duendes, veo que has estado anotando cosas en tu libreta, quiero decirte… a ver si me explico: no hay límites para la imaginación. Quizás algún día, quién te dice, plasmes este encuentro en un escrito.
Las voces de los pasajeros se iban mezclando con nuestro diálogo. Se acercaba la despedida. Me dice de memoria, mecánicamente:
-Cientos de pares de ojos enfocaron la ancha escalera, con pasamanos de piedra azul y dorados adornos, por el cual, era patente que una comitiva había empezado a descender. Y continúa:-Pobre de mí, pobre de nosotros, estábamos tan bien en la ermita del Valle de Punilla.
El colectivo se detiene. Manucho se levanta, me da un beso, se inclina y se mezcla con el grupo de personas. Unos bajan y otros suben. Comenzaba a caer la tarde. Veo al escritor que se va perdiendo en la calle en bajada tras el cartel “Museo Casa de Mujica Láinez”.
Cecil, su perrito, va apareándolo, moviendo la cola, contento. Sigue a su amo, que lo acaricia. Esta escena alivia mi tristeza provocada por la despedida. Sonrío. Me acomodo en el asiento, y veo que el escritor, siempre de espaldas, levanta la mano, que, en la pendiente, se va perdiendo. Sé que me está saludando. Es el momento culminante del feliz encuentro con Manucho.
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