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El lector que escribe un diario lee “El viajero del siglo” de Andrés Neuman. Revisa una entrada anterior, en la que registró su lectura de “Hablar solos”: las dos novelas parecen pertenecer a polos opuestos, porque mientras la segunda narra una historia íntima, pequeña, “El viajero del siglo” es una novela decimonónica escrita por un autor que vive dos siglos después, donde el mundo de los personajes tiene correlación con la política de Europa postbonapartista, la literatura francesa, alemana, española, inglesa del momento, el arte y la religión… y siguen los temas.
“El viajero del siglo” es una novela monumental como lo son las novelas del XIX, es una summa en la que hay una historia de amor con pasajes de alto voltaje erótico -se ríe el lector que escribe un diario con los lugares comunes- pero también una historia fantástica de una ciudad inventada que tiene la capacidad de moverse o mover sus piezas. Hans es el viajero que llega a Wanderburgo para pasar una noche pero se queda, anclado por el amor hacia Sophie. Allí participa del salón literario de la joven tanto como de las tertulias que se realizan en la cueva en que vive un organillero. Al primero concurre la flor y nata -¡vamos con las frases hechas!- de la intelectualidad local; al segundo, un campesino y un obrero. Alvaro, un empresario español, comparte con Hans los ámbitos, la amistad y las aventuras amorosas.
Los dos ámbitos habilitan a la novela hacia dos temáticas similares desde distintas perspectivas: la política y el arte. En casa de Sophie se discute sobre la situación de Europa a nivel de fronteras, guerras y enroques políticos; en la cueva del organillero se ponen en claro las dificultades sociales a través de la situación de los obreros y campesinos. En el salón literario se habla de literatura, de teatro, de ópera, de pintura; el organillero habla de música, de la de su instrumento y la de la naturaleza. Por eso, la novela es, en buena parte, un tratado de historia y un ensayo sobre teoría literaria y la literatura europea del siglo XIX.
(El lector que escribe un diario se reserva el derecho de saltear párrafos y el de dejar para después algunas páginas).
Pero eso no es todo: Hans es traductor y una buena parte de su tarea se cruza con su historia de amor con Sophie. Amor que, además, se consuma en buena medida en la escritura (nada de platonismo o pudor dieciochesco hay en la narración de los encuentros amorosos de Hans y Sophie): los amantes traducen y antologan poetas, discuten sobre los límites de la palabra traducida, intercambian cartas y, a la manera de las novelas epistolares, la acción avanza en parte a través de estas cartas. Los poemas traducidos al español (aunque el juego ficcional señale que se traducen al alemán) conforman otra buena parte del volumen.
Ellos no son los únicos escritores: el padre Pigherzog escribe un diario sobre el estado de las almas de la ciudad, donde anota las recomendaciones que hace a sus feligreses en las confesiones y termina siendo una de las partes que más disfruta el lector que escribe un diario.
Hay también reproducción de textos teatrales en las que las acotaciones remiten a los personajes de la novela y no ya a los del drama representado. Y, como si esto fuera poco, una historia policial sobre un violador serial se va desenrollando a lo largo de la historia.
Una novela monumental, cruzada por escrituras múltiples que, piensa el lector que escribe un diario, saltea el siglo XIX en el que está ambientada y remite a la primera parte del Quijote, con su mezcla de géneros y de clases sociales protagonizada por un viajero, como el caballero de la Triste Figura. De la novela decimonónica conserva el narrador omnisciente y la linealidad cronológica, pero es la unión de fragmentos -una estética patchwork, piensa el lector que escribe un diario-, la trasposición de la discusión histórica decimonónica a la temporalidad de la escritura y la inclusión del tono fantástico que afinca en la propia ciudad escenario en medio de una narración lo que ancla la novela en una estética de principios del siglo XXI.
La historia del viajero no narra traslados sino el punto en que llega a pensar que no podrá moverse más, que justo coincide con la ciudad móvil, la extraña Wanderburgo, en donde además los siglos se cruzan.
El lector que escribe un diario termina la última página justo en el momento en que sabe que deberá volver atrás a revisar párrafos y páginas donde el libro es otro.
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