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Opinión 1 de febrero de 2019

El drama de quedarse sin trabajo, en primera persona

A través de una Carta al Director, un lector marpatense, desocupado, relata las peripecias y vivencias que representan a otros miles de ciudadanos.

Señor Director

Tengo 60 años y estoy apunto de sentirme avergonzado. Sin embargo confío en que podré conseguir un empleo. “Un día voy a generar el coraje necesario. Por ahora mi desesperación es silenciosa. Por ahora es mi secreto”.

La mayoría de la gente que es parte de mi vida no lo sabe, salvo mi familia directa. He preparado un discurso para cuando surge la pregunta. Digo que estoy pensando en cambiar de trabajo, o que soy un “freelance”. Lo que realmente sucede es que tengo 60 años y estoy desempleado. Hace ya 7 meses que oscilo entre tener y no tener trabajo. Luego de enviar toneladas de solicitudes y pasar por solamente una entrevista que termina en rechazo, cada día me asalta el miedo de que nunca voy a volver a un empleo de jornada completa.

Hay muchos hombres como yo por ahí. En Mar del Plata hay mas de un 13% de desocupación de trabajadores en edad productiva que no encuentran empleo.

Según algunos economistas, la recesión y la recuperación será lenta ya que es la fuente del problema. Fue mi caso, por cierto. Nací y me crié en Balcarce, en mi primer trabajo por mas de 15 años me adapte a las olas de crecimiento tecnológico en el área de telecomunicaciones, posteriormente por 21 años en televisión por cable. Dado que varias de las empresas para las que trabajé redujeron personal durante años de recesión, no he podido reingresar al mercado de trabajo, y los conocimientos profesionales que he perfeccionado en su momento no son ya relevantes.

Cada día que paso sin trabajo amplía la brecha enfermiza del desempleo en mi curriculum vitae. El estrés de la incertidumbre me afecta. También el sentimiento de vergüenza, ya que no le brindo a mi familia lo que debería. A veces siento que quisiera rendirme, y ya. Y durante algunos períodos –a veces, semanas- lo he hecho.
Las cosas no eran tan malas cuando comencé a trabajar, luego de recibirme como técnico electromecánico en la década de 1970. Nunca pensé que un día, pasados mis 60 años, iba a tener que luchar para mantenerme a flote.

La primera vez que me despidieron, en 2007, fue mi primer golpe bajo. Además de la lista interminable de solicitudes de trabajo, me estresaba pasar horas revisando las cuentas, discutiendo la logística de las finanzas para darle continuidad a los estudios de mis hijos ya que sólo contaba con el ingreso de mi ex esposa.

Luego de un tiempo, conseguí un empleo en una empresa de España, emigré, pero me encontré nuevamente en la calle cuando la compañía cerró, en lo peor de la recesión de ese país, en 2009. Los chicos seguían estudiando y pagábamos una hipoteca.

Durante los siguientes ocho años conseguí dos empleos y los perdí cuando en la primera no se me renovó el contrato y la segunda cuando la crisis de principios del 2008 me desvinculo. Un ciclo de desempleo interrumpido por empleos casi intermitentes.

La tecnología informática, además, se basa en dominar el software que la compañía tenga, cualquiera sea; con cada despido acumulé experiencia que se volvió obsoleta al instante. La combinación de empresas que cerraban y mi atraso en la capacitación me hacía más vulnerable. El patrón de desempleo y solicitudes de trabajo ganó una familiaridad escalofriante. Desde que perdí mi último trabajo, como mencionara a mediados del 2018, el ciclo parece haberse congelado.

No he podido conseguir un empleo de tiempo completo. Aunque mi compañera es jubilada docente, vivimos con el dinero más que justo. Bajamos el costo del cable, de los celulares y de internet; dejamos de ir al gimnasio y de salir comer con nuestros amigos más prósperos, para evitar cuentas caras, conversaciones incómodas y de vez en cuando un poco de celos. Volvimos a usar dinero en efectivo para evitar costos bancarios.

Gaste casi todos los ahorros de mi última indemnización y no hemos podido reponerlos. A veces me pregunto cómo haríamos si tuviéramos un gasto inesperado, como una emergencia médica.

Hace poco comencé con unas horas de llenado de encuestas por internet. No es algo fijo pero me permite estar ocupado y puede convertirse en algo más permanente. Pero sobre todo es mejor que nada.

Cada día paso horas recorriendo listas de trabajos en internet y llenando las solicitudes con la convicción de que el 99% de las veces no habrá respuesta. Muchas veces, antes de hacer click en “Enviar” y mandar mis datos al vacío de la red, me he preguntado si hay alguien del otro lado. Cuando he llegado a la instancia de la única entrevista me he preguntado si no será mi edad: creo que la discriminación por la edad es algo real y pernicioso.

Luego del rechazo he caído en una espiral de negatividad. ¿Qué hice mal? ¿Qué fue lo que no les gustó de mí? Dudo de mí mismo al punto de pasar día sin siquiera insistir con la búsqueda, convencido de que nunca voy a volver a trabajar.

Extraño tener algún lugar al que ir todos los días. Extraño la interacción con adultos, además de mi mujer. Extraño la perspectiva de tener por delante un día productivo. A veces ni siquiera salgo de la casa. Paso el tiempo leyendo listas de trabajo en internet y distrayéndome. Últimamente mis pensamientos parecen reflejar una especie de crisis existencial. ¿Qué sentido tiene que esté en este mundo? Si consiguiera un empleo y pudiera mantener un mejor nivel de vida y mi familia me respetara más, ¿sería suficiente para justificar mi existencia? ¿O en el fondo nada cambiaría?

Existe la idea de que estar desempleado permite que uno tenga tiempo libre para explorar sus intereses o para ponerse en forma. La realidad es que resulta muy difícil encontrar el espacio mental para hacer algo así. Un hobby me parecería una distracción: pero en realidad tengo que buscar trabajo. No me doy por vencido.

Me levanto, abro mi notebook y me dispongo a pasar el día llenando solicitudes y enviando correos de recordatorio. Entonces comienza la distracción. Me digo: “Sólo una miradita rápida a Twitter y Facebook, para ver qué pasa”. De pronto miro y se han hecho las 13:00.

Y está el estigma social.

 

Es difícil no peocuparse por lo que piensan los otros sobre mí, sobre por qué llevo tanto tiempo sin encontrar empleo. Cada vez socializo menos, y hasta he perdido contacto con ex compañeros de trabajo que pueden estar en la misma situación que yo.

Temo estar dándoles un mal ejemplo a mis hijos. Temo que me vean como un cuento con moraleja, no como un modelo. Cuando les hablo, trato de hacer énfasis en la importancia del trabajo y de cuidar el empleo. Mantengo la esperanza de que eso les llegue como un rasgo mío, que vean que no soy sólo el hombre que llena solicitudes sin fin en su computadora y ni siquiera puede juntar el coraje para decirle la verdad a la gente.

Y sobre todo me preocupa mi esposa. Me preocupa cargarla con la responsabilidad de ser la única fuente de ingresos de nuestra casa.

La cuestión principal no es que me quedé sin empleo, sino que quiero esconderme de la gente.

No hay nada de malo en perder un empleo. La vergüenza consiste en no poder conseguir otro, en especial en una zona tan rica como el sudeste de la provincia de Buenos Aires. Temo que mis amigos crean que el problema soy yo.

En eso radica la ironía: sé que la manera de conseguir trabajo es salir y decirle a la gente que uno está en la búsqueda. La mejor manera de conseguir trabajo es recurrir a los conocidos y a la red social para fortalecer las conexiones.

Tengo 60 años y estoy apunto de sentirme avergonzado. Sin embargo confío en que podré conseguir un empleo. “Un día voy a generar el coraje necesario. Por ahora mi desesperación es silenciosa. Por ahora es mi secreto”.

Gustavo Sansone
DNI 12.428.053
Lavalle 2281 7º D