Es tan fácil ser un monstruo
Crónica en primera persona sobre cómo un problema puede desencadenar una serie de razonamientos peligrosísimos.
por Agustín Marangoni
Tenía que hacer un trámite, hubieran sido, como todos los meses, dos minutos desde el celular. Cuando abrí mi cuenta bancaria me encontré con un movimiento brusco de plata. Brusco de verdad: mi saldo era igual a cero. Lo primero que pensé –mi cerebro siempre me muestra la opción más sencilla y amigable– fue que hubo un error en el sistema. Traté de llamar por teléfono, pero fue tal el laberinto de opciones que decidí mover directo para el banco y hablar cara a cara con alguien. Mañana de trabajo diluida, responsabilidades y compromisos cancelados. En fin. Me atendió una chica joven que mientras revisaba su computadora se le iba desdibujando la sonrisa. Por primera vez me preocupé, se me endureció la panza. La chica se levantó sin decirme nada, consultó no sé qué a no sé quién y volvió con un papel impreso. Te embargaron la cuenta, me explicó. No supo decirme por qué. Sólo me dijo que era una decisión de ARBA. Tenía que hablarlo ahí.
Salí del banco temblando. Yo sabía que tenía una deuda del impuesto inmobiliario, pero nunca me imaginé que me iban a embargar por eso. Tampoco era tanto. De hecho, estaba esperando la opción de un plan de pago. Mi voluntad era pagar, pero. Error mío, sin duda. La concha de la lora, como podía ser que me embargaran así. Mi cabeza pataleaba en el aire porque ni siquiera estaba seguro de que ese había sido el motivo. La concha de la lora. La recontra concha de la lora. Avanzaba con los puños bien apretados adentro de los bolsillos de la campera. Ni miraba para adelante. De golpe, lluvia y viento. Y frío. Cuando llegué al auto se me acercó un trapito. Y ahí, por un segundo, pensé de la peor manera. Fue un impulso lamentable que surgió desde la bronca, por la situación que me superaba. Respiré hondo para calmarme. Ese muchacho que me pedía cinco mangos por haberme cuidado el auto no era responsable de nada de lo que me estaba pasando. Y yo lo sabía. Pero igual tuve el impulso de pensar horrible. Le di los cinco mangos, me senté en el coche, cerré la puerta, y, casi como un ejercicio macabro, me dejé llevar mentalmente por el discurso más desagradable que pude construir.
Vago de mierda. Esta es la lacra que mantengo con mis impuestos. Y yo que me rompo el culo doce horas por día para que se la lleven los que hacen hijos como conejos para pedirle guita al Estado. Planero hijo de puta. Y el que la sufre soy yo porque me atraso en dos pagos. Al final, el Estado es mi socio y yo trabajo para pagar impuestos y no llego a fin de mes por culpa de esta lacra. País de mierda, lo hicieron mierda. La única solución es que construyan un paredón…
En cinco segundos estaba sumergido hasta la ceja en la imbecilidad. Me sorprendió lo fácil que es armar un discurso tan peligroso, tan poco elaborado, tan eficiente. Me dio miedo lo rápido que encaja en la vida cotidiana esa postura si uno no tiene dos o tres herramientas de contención para frenar las emociones y cambiar el ángulo del análisis.
Esta mañana entendí, y hasta llegué a sentir en carne propia, por qué existen los que apoyan una plataforma política violenta, fascista, homofóbica, machista, xenófoba, por qué están tan seguros que algo se solucionaría aniquilando derechos. Los errores graves están muy a la mano. Es la inmediatez, la irracionalidad. Sin esas herramientas de contención, que se llaman conciencia social y educación, sólo hace falta un mal día para ponerse del lado de los indeseables.
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