A 100 años del fin de la Primera Guerra Mundial
Recorrimos todo el frente Occidental de la “Gran Guerra”. Un siglo después, el horror del silencio nos grita desde los campos de Francia y Bélgica.
Por Oscar Filippi
El próximo 11 de noviembre se ha de cumplir un siglo del fin de la Primera Guerra Mundial. En esa fecha, las fuerzas beligerantes involucradas lograron la firma de un armisticio que puso fin al sufrimiento de todo el continente europeo y que, por su magnitud, se convirtió en el primer conflicto global de la humanidad.
Un siglo después de la finalización de una guerra que duró más tiempo de lo pronosticado estos rincones edificados con lágrimas, sudor, barro y toneladas de plomo y acero, constituyen el mejor libro donde leer una de las guerras más absurdas de la historia.
El mero hecho de esquivar el olvido y dar a conocer lo sucedido es el mejor homenaje que se pueden llevar aquellos que moran los muchos cementerios militares tanto alemanes, como franceses, belgas, portugueses, o de la Commonwealth. Hay decenas, o más bien cientos, repartidos por todo el territorio. Y cuesta pensar que todo fue por un puñado de metros. Jóvenes que marcharon en busca de gloria, pero se encontraron de frente con pozos de miseria, podredumbre, enfermedades y muerte en el barro pegajoso de una trinchera inútil.
En el “Nord-Pas de Calais” (Noroeste de Francia), más conocido como el Flandes francés, pude iniciar un viaje de varios días a la Primera Guerra Mundial siguiendo las principales batallas que tuvieron lugar en la región.
Allí fui testigo, un siglo después de la Gran Guerra, de cómo Europa se convirtió en un gran tablero de ajedrez que se quedó sin peones. Tuve la ocasión de perseguir las huellas de una contienda sin tanta literatura como la de la Segunda Guerra Mundial, pero con las batallas más sangrientas que vieron nacer al Siglo XX.
A través del frente occidental, de los dos lados de una frontera imaginaria, viajé buscando el horror de las trincheras, los cráteres nacidos a base de bombas y la memoria de todos aquellos que, independientemente del bando al que pertenecieran, dejaron sus ilusiones, el valor y la vida por un ideal o nación que, seguramente, no los merecía. Sus gobiernos los habían arrojado al fuego del infierno, como pequeños muñecos de cera, para jugar un macabro juego en el que no se registró ganador. Cientos de miles de muertos, heridos y desaparecidos, después, el costo había sido demasiado alto.
Todas y cada una de las bajas fueron absurdas. Sólo quedó a resguardado el valor, el honor y, afortunadamente, la memoria de aquellos cientos de miles que combatieron.
Los caminos de la memoria
“Les Chemins de mémoire”, es una ruta o más bien, un conjunto de rutas, con que en el norte de Francia se conocen a todos aquellos lugares, cementerios, museos y memoriales en los que recordar lo sucedido durante la Primera Guerra Mundial, la misma a la que los franceses definen como “Grande Guerre” y los británicos como “The Great War”.
Comienzo a darme cuenta que estos caminos son un aula privilegiada, es como estar en un pupitre de primera fila con vista directa a un gran pizarrón negro llamado realidad. Al conocimiento literario, por haber leído la historia se suma el propio escenario que aun golpea, con cientos de cementerios cuyo silencio y prolijidad, son un grito desesperado al futuro y por la paz universal. Pese a los 100 años transcurridos, la guerra sigue estando allí.
En ambos lados de la Línea Hindenburg, que separaba las ambiciones de invasión germanas con el afán de resistir, de un ejército aliado muy diverso con británicos, belgas, franceses, canadienses, indios, sudafricanos, australianos, neozelandeses e incluso portugueses, se había llegado con la premisa de que sería una guerra corta, apenas un relámpago que pasaría de inmediato mediante un acuerdo entre naciones.
El verdadero desgaste fue ver que pasaban los días, las semanas y los meses para convertirse en años de masacre, de enfermedades nacidas de aquellos lodazales en que se habían convertido las trincheras y los túneles. Años de dolor, tristeza, podredumbre y, sobre todo, desesperanza.
Mientras sigo los caminos de la memoria en el frente que dividía en dos el “Nord-Pas de Calais”, en el norte de Francia que limita con Bélgica (los campos de Flandes), dirigiéndome hacia la ciudad de Ypres, no soy capaz de dejar atrás una sensación extraña. Tengo una sensación amarga en la garganta cada vez que veo un nombre incrustado en una lápida, o peor aún, cuando veo en tres idiomas (francés, inglés y alemán) la mención de: “Soldado de la Gran Guerra, conocido solo por Dios”. O cuando veo que la tierra permanece removida por el estallido de los obuses que entre 1914 y 1918 desolaron estos campos y le dieron con sus cráteres la apariencia de un paisaje lunar.
Cien años que enseñan
Mientras aprendo más de la Gran Guerra desde el que fuera su terreno de muerte me vienen a la mente todos aquellos jóvenes que en ningún momento hubieran podido suponer que se dirigían a una guerra del Siglo XX y no a las conocidas y tradicionales del siglo anterior. Donde la supervivencia se convertiría en un milagro e incluso en un suplicio si la muerte no se los llevaba pronto. En su mayoría adolescentes, eran enviados por las naciones que defendían las órdenes de aquellos, dadas por políticos de sofá y alta cuna o de obscuras monarquías, que no se mancharían jamás con el barro de las trincheras. Herbert Hoover, quien fuera el trigésimo primer presidente de los Estados Unidos (1929 a 1933), declararía luego de la guerra que: “Mientras los hombres mayores declaraban la guerra, eran los jóvenes quienes debían luchar y morir”.
Esta “Gran Guerra” se supuso sería la última, que luego de ella la humanidad no querría otro conflicto. Sin embargo, se convirtió en el laboratorio de la Segunda Guerra Mundial que llegaría tan solo, 20 años, 10 meses y 10 días después. Digo que, fue el laboratorio porque en ella aparecieron las armas modernas y mortales que luego obviamente, se perfeccionarían. Fusiles de repetición, ametralladoras, carros de combate (tanques), aviones y submarinos. Estos últimos llevarían el plano de guerra en la tierra y en el mar, a una nueva dimensión. Ya nunca serían las guerras como en el Siglo XIX, ahora el planeamiento sería en tres dimensiones, nunca más planimétrico.
El colmo de la demencia llegaría con el uso de las primeras “armas químicas”, en 1916 Alemania emplearía el letal e impiadoso “Gas Mostaza” sobre las tropas aliadas.
Inicié este recorrido desde la ciudad de Amiens, seguiríamos por Bertangles, Arras y Lille en Francia, para proseguir a Ypres (o Ieper) en Bélgica, finalizando en los campos de Argón y Verdun, nuevamente en Francia.
Mientras vamos recorriendo las diferentes rutas emergen, desde los mismos campos de cultivo, enormes cruces (de 22 metros cada una) que señalan el lugar de un cementerio militar, como referencia, entre Amiens y Verdun hay casi 300 Kms de distancia por carretera, en ese tramo solo, hay 436 cementerios de guerra.
La Gran Guerra, a pesar de su dimensión mundial, fue, ante todo, una guerra europea. Los principales frentes, los de mayor y más importante actividad, fueron el francés (occidental) y el ruso (oriental). En Europa hubo también otros frentes muy activos como el del norte de Italia, el balcánico con los Estrechos y el del Cáucaso.
Esta tragedia universal se cobró la vida de 9.720.423 militares y 8.869.248 civiles, más de 21.228.813 personas (militares y civiles) resultarían heridas. Una sin razón política sin cambios ni resultados que, por las ambiciones demostradas luego por algunas potencias en la “paz impuesta” de Versalles, encendió la mecha de la Segunda Guerra Mundial.
En distintas entregas iremos reflejando lo aprendido con la única intención de “dar a conocer para no olvidar y jamás reiterar”. Queremos sumarnos de esta forma, a la iniciativa planteada por la Federación Italiana de Mar del Plata y Zona, al Fogolar Furlán de Mar del Plata, al Círculo Giuliani nel Mondo de Mar del Plata y, a la Sociedad Italiana Las Tres Venecias, que han organizado una serie de actos para conmemorar el “Cent’Anni” del final de esta Gran Guerra.
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