Recuerdo el asombro cuando aparecieron los primeros, al caer la noche.
Iban a pie, rasgando las bolsas y recogiendo restos de comida, ropa desechada, algún juguete roto.
Si los cruzábamos, evitábamos mirarlos. Temíamos lo que pudieran hacer.
Nosotros temíamos, la gente normal.
Entonces apurábamos el paso, como si no estuvieran.
Pero estaban.
¿Habrá pensado alguien, alguna vez, que ellos se podrían sentir humillados por ser sorprendidos así, rapiñando para achicar el hambre?
Ahora van apareciendo cuando el sol empieza a descender en el horizonte y los comercios no han bajado aún las persianas.
No llegan solos, ahora vienen en familia. Mujeres y niños en el carro, la mujer al pescante. El hombre y el niño, ágiles y entrenados, levantan la carga.
Llevan el pelo escondido en gorros de lana que les cubre la frente, las caras traspiradas, ajenos a todo, a todos (nos ignoran), salvo a lo que buscan: el residuo de nuestros gastos.
La necesidad los ha hecho organizarse en cooperativas y volverse selectivos: sólo se llevan cartones previamente apilados en las aceras para facilitarles la tarea de recoger y luego vender. Colaboramos.
El cartoneo es, para ellos, un trabajo, una forma de subsistir.
Pertenecen a un espectro social que supusimos marginado, pero que se ha vuelto resistente y está dispuesto a dar batalla.
Son sobrevivientes de una sociedad brutal que gasta hasta el hartazgo y presume de reciclar todo.
Menos la miseria.
Dicen que el tiempo no pasa en vano. Entonces aceptamos con benevolencia que están ahí, conviviendo con nosotros en las calles, en las plazas, en la vida. Transitando con sus carros enclenques, sus caballos escuálidos y la dignidad intacta.
Ya no sentimos espanto ni asombro aunque ellos son el espejo de la vergüenza.
La nuestra.
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