“Lo suelo arruinar tan sólo con una idea o un pensamiento escrito. Si sólo lo digo, aún conservo cierta vergüenza de ser hombre pero si lo callo, siento la sensación de no pertenecer a este mundo. Luego, me doy cuenta del rasgo tan humano del silencio y hasta la nada deja de seducirme como antes“.
En este fragmento, las ideas actuales del Sr. S. comienzan a vislumbrar la autenticidad y complejidad de su pensamiento, de sus pensamientos. Aquí el lenguaje, la importancia de la palabra escrita, la relación entre el sujeto y las cosas, dan suficiente material como para expandirse en un análisis interminable aunque necesario.
Algunos críticos prefieren las cosas que el Sr. S. escribió en su adolescencia. Solía hablar sobre las virtudes humanas: la música, el arte, la poesía… Sin embargo en sus primeras lecturas comenzaba a bordear la figura del caos. Por eso subrayaba las ideas de Borges:
En el laberinto hay un centro, aunque ese centro sea terrible y sea el Minotauro. En cambio, no sabemos si el universo tiene un centro. Posiblemente no sea un laberinto, sea simplemente un caos, y entonces sí estamos perdidos. Pero si hay un centro secreto del mundo, ese centro puede ser divino, puede ser demoníaco; entonces estamos salvados, entonces hay una arquitectura.
Dentro del Minotauro, decía el Sr. S., existe un entripado que alardea de autorganización y procesa la salida de toda seducción posible. Ahí se encuentra el fin de la espera; el centro de toda la complejidad humana.
En los años sesenta llegó a sus manos un artículo del Dr. Lorenz sobre el complejo sistema de las nubes. A partir de entonces, él no volvió a pensar ni a escribir como en sus años mozos. Su escepticismo salió a la luz, cargado de ironías y sarcasmos. Sus artículos se tiñeron de una prosa violenta, ganándose la animadversión de sus colegas y otros pensadores de la época.
En su cuaderno de notas escribía frases como esta:
El caos engendra vidas; el orden genera hábitos. (Henry Adams, siglo XIX)
Esta tensión entre la vida y lo habitual, describe al hombre como alguien sujeto a sus hábitos, de un orden que él mismo creó y aún sigue alimentando; a pesar de que la vida se compone al mismo tiempo, de situaciones un tanto imprevisibles.
Así, S. incorporó nuevas lecturas, no sólo para ampliar los contenidos de sus notas, sino también para mostrar sin tapujos una mirada del universo.
Corrían los años y el saber se tornaba más especializado y menos enciclopédico. A nadie le interesaba obtener un conocimiento universal de la existencia. Se convirtió en una tarea inútil. El mito del sabio transitaba su inevitable agonía. No podría haber sido de otra forma.
A pesar de las imposiciones academicistas y la normativa de la comunidad científica, el Sr. S. logró terminar su primer libro. Fue publicado en el año 1979 por una desconocida editorial llamada Stultifera Navis. Su obra Miserias de un elevado contiene la frase citada al inicio de esta columna.
El Sr. S. formaba parte de aquella comunidad ausente y silenciosa, esparcida por diferentes partes del mundo. Y como bien dijo Cioran, el hombre se halla en algún lugar entre el ser y el no-ser, entre dos ficciones.
Para finalizar, aunque no sea posible hacerlo, S. creyó que un dispositivo necrobiótico fagocitó los últimos rastros del silencio…
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