Philip Roth.
Philip Roth tuvo una única obsesión en toda su carrera: retratar a su país, Estados Unidos, en toda su extensión y con todas sus contradicciones, y por eso, pese a saber que era un autor leído en todo el mundo, escribió siempre por y para los lectores estadounidenses.
“La historia de los Estados Unidos, las vidas estadounidenses, la sociedad estadounidense, los lugares estadounidenses, los dilemas estadounidenses -la confusión, las expectativas, el desconcierto y la angustia estadounidenses- constituyen mi temática, como lo fueron para mis predecesores estadounidenses durante más de dos siglos”, dijo Roth en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012.
Estaba convaleciente de una operación y no viajó a Oviedo a recogerlo, pero se mostró agradecido y, sobre todo, sorprendido, porque los lectores de otros países, en ese caso España, pudieran identificarse con su obra y comparar así su visión con “la representación estereotipada, excesivamente simplificada de Estados Unidos”.
Una obsesión que apareció desde su primera obra, “Goodbye, Columbus” (1959), cinco relatos cortos en los que sentó las bases de toda su trayectoria posterior. Y que quedó aún más clara cuando en 1973 publicó “The Great American Novel” (“La gran novela americana”), un desafío ya desde el título para el mundo literario estadounidense, siempre a la búsqueda de esa ‘gran novela americana’.
Trabajó sin descanso para ser el autor de la novela definitiva sobre su país y lo logró a juicio de muchos con su brutal trilogía formada por “American pastoral” (“Pastoral americana”, 1997), “I married a comunist” (“Me casé con un comunista”, 1998) y “The human stain” (“La mancha human”, 2000).
Un certero y demoledor retrato de su país que se conoce como “Los Estados Unidos perdidos” y que lo hizo desde entonces un serio aspirante al Premio Nobel de Literatura.
La primera y la última novelas de esa trilogía fueron llevadas al cine, como otras muchas de sus obras, adaptaciones todas ellas fallidas porque el lenguaje de Roth es inadaptable a la palabra hablada, algo que ha pasado con otros genios de la Literatura como Gabriel García Márquez.
Las imágenes del cine nunca han logrado reflejar la intensidad y profundidad de un escritor que es considerado casi como un forense del alma humana, por la precisión con la que ha plasmado en sus obras el dolor, la crueldad o la soledad del ser humano.
Pero siempre con una fina e implacable ironía con la que criticaba sin descanso a sus compatriotas a través de la voz de su personaje más conocido, Nathan Zuckerman, su alter ego y narrador de muchas de sus novelas, que apareció por primera vez en “My Life as a Man” (“Mi vida como hombre”, 1974).
Historias siempre con la realidad como punto de partida, pero también con un gran componente surrealista, y que hicieron de él el máximo exponente de la herencia de la gran literatura estadounidense, en línea con Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Saul Bellow.
Hace algunos años, el gran pope de la crítica Harold Bloom, consideró a Roth como uno de los cuatro escritores norteamericanos vivos más importantes, junto con Thomas Pynchon, Don DeLillo, y Cormac McCarthy.
Un lugar entre los más grandes que se ganó por su escritura sin complacencias, en la que no olvidaba su origen judío, aunque en muchas ocasiones renegó de que se le considerara simplemente un escritor judío.
Su obra es mucho más compleja como para limitarla a una simplificación semejante.
Diseccionó la memoria, la vejez, la muerte, la iniciación a la vida, la política (apoyó publicamente al Partido Demócrata), la libertad, la sombra del padre o el sexo -en muchos de sus libros pero sobre todo en “The Breast” (“El pecho”, 1972), con un profesor de literatura convertido en un pecho de mujer-.
Un autor que sufría al escribir. Describía su proceso creativo como una “agonía espontánea”, que lo llevaba a adentrarse con cada obra en un inicio “extremadamente difícil, frustrante y poco satisfactorio”, como señaló en una entrevista con la agencia EFE en 2012.
Dos años después anunció oficialmente una retirada que en realidad se remontaba a ese 2012, pero nadie le creyó porque no era la primera vez que intentaba parar de escribir sin lograrlo.
Pero lo cumplió. Dijo que ya no se sentía con la vitalidad mental ni la energía verbal necesaria para seguir escribiendo.
En enero, en la que fue su última entrevista, al New York Times, se refirió a lo que había sido para él ser un escritor: “Regocijo y gemido. Frustración y libertad. Inspiración e incertidumbre. Abundancia y vacío. Ardor y locura”. Y una “tremenda soledad”.
EFE.
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