El reloj de la sala principal dio once campanadas. El hombre que se encontraba allí, había terminado su cena. Se puso en pie, tomó su nuevo abrigo de paño y salió, como era su costumbre, a transitar las calles desiertas bajo la claridad de la luna.
Era una fría noche de principios de diciembre y el viento helado se colaba por los rincones de la Ciudad de las Luces. El ruidoso crepitar de las hojas del otoño avanzaba por las calles sigilosas. Una joven conduciendo un automóvil policial patrullaba la zona. En la lejanía, el sonido del motor de un avión inundaba la soledad de la negrura. Todo era calma, todo era quietud.
El hombre deambulaba por las desoladas calles. Caminaba de prisa, sin pausa. Resguardándose del frío, introdujo sus manos en los bolsillos y palpó las llaves y su teléfono celular. Miró la hora: eran las doce. Al doblar la esquina, divisó los negocios y sus persianas bajas: la Real pattiserie, el Grand café y la boutique Petit Bateau. Todo era calma, todo era quietud.
Hasta que al acercarse a la mitad de calle, advirtió con asombro las luces encendidas de la abandonada librería Enchantée. Se rumoreaba que el lugar era mágico, y que los personajes de los libros cobraban vida en la intimidad de la noche. Pero eran solo habladurías, nadie antes había podido comprobar la veracidad de tales dichos.
El muchacho se aproximó con expectación hacia la vidriera donde en la antigüedad se exhibían los best sellers. Apoyó sus manos sobre el cristal y allí la vio. Era una figura etérea. Una joven con una mirada sublime y luminosa, de ojos hermosos como el cielo, lo invitaban a adentrarse en ese mundo encantado. Las hojas secas de los árboles detuvieron su trayecto. El elevó su rostro y sus miradas ansiosas se encontraron en un instante y para siempre, un tiempo en el tiempo. No supo si habían pasado minutos, horas o tan solo segundos. Quizás fue una eternidad.
El sonido del teléfono lo despertó de su ensueño. Observó el artefacto y el nombre que de la pantalla emergía. No atendió. No era el momento. Volvió sus ojos al local con prontitud pero todo se había desvanecido. Las luces ya no iluminaban el lugar. La joven de ojos como el cielo había desaparecido. Y en su lugar sólo la quietud de la noche, la serenidad y la oscuridad absoluta.
Regresó incansablemente a la librería, y cada noche con desconsuelo volvió a no encontrarla. Si había sido real o sólo producto de su imaginación, no lo sabía. Al menos, no lo sabría hasta un año más tarde.
(*) Cuento que forma parte del libro “Portador de sueños”.