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Las naciones deben superar serios obstáculos a la hora de poner en perspectiva sus propios conflictos bélicos.
Cuando además se debe examinar la propia derrota, el problema es doble, porque a la natural dificultad que presenta el análisis objetivo, se le debe sumar la pulsión por encontrar a los culpables del fracaso.
Sin embargo, cuando ese análisis es exitoso, los derrotados pueden regenerarse, emergiendo de sus miserias con una versión mejorada de sí mismos. Alemania y Japón son los ejemplos más evidentes, y tal vez en menor escala, los Estados Unidos post Vietnam.
Pareciera que a los argentinos todo nos cuesta más.
La Guerra de Malvinas fue intensa pero breve. Su período de mayor virulencia duró algo más de seis semanas y podría decirse que la Argentina obtuvo del drama un fuerte catalizador que llevó poco después a la restauración de la democracia.
Sin embargo, detrás de esa sublimación de la derrota se ha escondido siempre una tenaz dificultad para analizarla adecuadamente.
Inicialmente, los mismos que decidieron la guerra prefirieron ocultar sus consecuencias. Los combatientes que regresaron lo hicieron casi en la clandestinidad.
Pero tampoco la Democracia puso las cosas en su lugar. La indecorosa figura de “los chicos de la guerra” impidió valorar en su justa medida la abnegación y el coraje de muchos de esos jóvenes conscriptos. En cuanto al personal militar profesional, la desconfianza y el recelo pudieron más que la evidencia de muchas acciones meritorias.
Además, parecía haber varias acciones de las otras. Esto permitió canalizar el dolor de un pueblo para convertirlo en sordo resentimiento.
Hicieron falta varios años para que los veteranos pudieran mostrar su orgullo y en algunos casos sus heridas a sus propios compatriotas, los que, para compensar el tiempo perdido, les asignaron a todos ellos el mote de “héroes”.
Por otra parte, nuestros dirigentes políticos han recurrido a tortuosas contorsiones dialécticas para explicarnos que repudian esa guerra, pero no a los que combatieron en ella, o que no repudian esa guerra, pero sí a los que la decidieron, o que fue acertada la decisión, pero qué lástima que la tomara un gobierno ilegítimo, o todo lo anterior…
Los más viejos de estos dirigentes transpiran frío cuando algún documento gráfico de la época de la guerra los muestra desplegando un fervor que hoy no les conviene. Como siempre, les gusta comerse el asado, pero sin que les quede olor a humo en la ropa.
Tal vez a los argentinos nos hagan falta más de 36 años para hacer una síntesis ecuánime de la Guerra de Malvinas.
Nuestro maniqueísmo casi genético nos impide entender que divinizar hoy lo que despreciamos ayer no equilibra la balanza, que allí hubo un puñado, sólo un puñado de verdaderos héroes, pero que los miserables y los cobardes fueron aún menos. Que la enorme mayoría de los que vivimos esa Guerra simplemente estuvimos más o menos a la altura de las circunstancias, sin estridencias.
Perdimos la Guerra de Malvinas porque nunca podríamos haberla ganado. La perdimos eso sí, ante un enemigo tan poderoso como honorable.
Lo combatimos tal vez con desaciertos e improvisaciones y seguramente con deficiente preparación. Pero lo combatimos honorablemente.
(*): Capitán de navío (re) y veterano de la Guerra de Malvinas.
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